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Día de Apreciación del Carpincho, ese gigante amable en busca de su lugar

Por qué el 10 de julio nos recuerda que admirar no es suficiente

Cada 10 de julio, las redes sociales se inundan de memes, ilustraciones y videos que celebran al carpincho: ese roedor gigante de mirada serena y patas palmeadas que parece escapado de un bestiario fantástico. La efeméride, bautizada como Día de Apreciación del Carpincho, nació como un gesto espontáneo de fascinación colectiva, pero hoy revela algo más profundo: nuestra contradictoria relación con lo salvaje.

El carpincho (Hydrochoerus hydrochaeris) es un sobreviviente. Habita Sudamérica desde hace millones de años, adaptándose a sabanas, humedales y riberas. Su biología es un prodigio: puede sumergirse diez minutos, duerme en aguas pantanosas para evadir depredadores, y su estómago fermenta pasto como un laboratorio ecológico. Pero su verdadero milagro es la sociabilidad: viven en clanes donde las crías son cuidadas comunitariamente, y su gruñido –un ladrido ronco– coordina al grupo ante peligros. Son, en esencia, ingenieros de ecosistemas: sus senderos marcan corredores para otras especies y sus heces fertilizan humedales.

¿Por qué entonces necesitamos un día para «apreciarlos»? La respuesta yace en nuestra hipocresía ambiental. Mientras compartimos fotos de carpinchos tomando sol con patos o cruzando calles suburbanas, destruimos el 87% de sus hábitats en Argentina. Urbanizaciones como Nordelta –símbolo de la puja entre desarrollo y naturaleza– los convierten en invasores de un territorio que fue suyo. Los llamamos «adorables» cuando viralizan, pero «plaga» cuando compiten con intereses inmobiliarios. Esta esquizofrenia refleja un mal mayor: reducimos la biodiversidad a fetiches digitales mientras ignoramos su lucha por existir.

La fecha del 10 de julio carece de origen oficial –quizás surgió de un tuit o un aula escolar–, pero su simbolismo es potente. Coincide con el invierno austral, cuando los carpinchos se agrupan en busca de calor, exhibiendo su instinto solidario. Nos recuerda que apreciar no es solo sonreír ante una imagen: es defender los humedales amenazados por leyes de desprotección, es rechazar urbanizaciones en reservas naturales, es entender que su desplazamiento forzado es un espejo de nuestra codicia.

Hoy, el carpincho es más que un animal: es un síntoma. Encarna la tensión entre un modelo extractivista y los derechos de lo no-humano. Su «día» debería impulsar acciones concretas: apoyar la Ley de Humedales, crear corredores biológicos en ciudades, educar contra el mascotismo que los arranca de su hábitat. Admirar su ternura es fácil; respetar su existencia salvaje es el verdadero homenaje.

Al final, este gigante pacífico nos interroga: ¿podemos construir una convivencia donde no sean solo supervivientes, sino cohabitantes? El 10 de julio no es una fiesta: es una invitación a dejar de ser espectadores para convertirnos en guardianes de lo que queda. Porque cuando el último carpincho retire sus patas del agua, algo esencial en nosotros también se habrá extinguido.

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