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5 años sin Ennio Morricone, el poeta sonoro del cine

El mundo del séptimo arte aún resuena con el eco de su genio. Ennio Morricone, fallecido un día de julio de 2020, no fue simplemente un compositor: fue un alquimista que transformó imágenes en emociones puras mediante partituras que se convirtieron en mitos universales. Su obra, como un río subterráneo, sigue irrigando la memoria colectiva del cine.

Su nombre quedó grabado a fuego en la historia junto a Sergio Leone y su revolucionaria Trilogía del Dólar. Películas como Por un puñado de dólares o El bueno, el feo y el malo no solo reinventaron el western visualmente, sino que crearon un universo acústico inédito. Morricone desafió todas las convenciones orquestales con silbidos cortantes como cuchillos, guitarras eléctricas que rasgaban el desierto, gritos de animales convertidos en percusión emocional y coros que elevaban el suspense a lo sagrado. Su minimalismo era engañoso: melodías aparentemente sencillas, repetidas con variaciones hipnóticas, construían catedrales de tensión dramática. Cuando Clint Eastwood silbaba en la pantalla, no era un actor interpretando: era la música de Morricone encarnada en el Hombre sin Nombre.

Pero reducir su genio al western sería injusto. Su pluma musical dialogó con gigantes como Pasolini en Edipo Rey, acarició la melancolía de Tornatore en Cinema Paradiso, exploró el terror psicológico con Argento y coronó su carrera con el Óscar por The Hateful Eight de Tarantino. En cada género, Morricone sembró su firma inconfundible. Compuso epopeyas como La Misión, donde el oboe de Gabriel se elevaba sobre las cataratas de Iguazú como una plegaria, y miniaturetes íntimos como la nostálgica elegía de Cinema Paradiso. Fusionó como nadie la vanguardia más audaz —experimentos dodecafónicos en El enigma de Kaspar Hauser— con melodías que resonaban en el alma popular. Y en ese crisol, la voz humana fue su instrumento predilecto: los arcanos celestes de Edda Dell’Orso, los coros que susurraban amenazas o consuelo, tejieron la urdimbre emocional de sus obras.

El estilo Morricone trascendía la música para convertirse en paisaje emocional. Sus partituras no acompañaban pasivamente las imágenes: las interrogaban, las amplificaban, les revelaban su significado oculto. En Érase una vez en América, su música fue la memoria viva de los personajes, tejiendo con hilos sonoros la nostalgia, la violencia y la redención perdida. Con economía magistral —una armónica solitaria, un piano que gotea tristeza, cuerdas que tensan el alma— lograba efectos inmensos. Su lenguaje universal bebía de fuentes dispares: jazz, canto gregoriano, folclore, avant-garde, fundidos en un idioma propio que hablaba directamente al corazón sin pedir permiso a las fronteras.

Su legado es un continente sonoro. Más de 400 partituras atestiguan una creatividad volcánica. Los dos Óscars (el honorífico en 2007 y el competitivo por The Hateful Eight) son apenas notas al pie de su inmortalidad. Su influencia impregna a compositores desde Hans Zimmer hasta Alexandre Desplat, herederos de su audacia narrativa. Sus melodías —Deborah’s Theme, Chi Mai, Gabriel’s Oboe— se han emancipado del celuloide para vivir en salas de conciertos, demostrando que funcionan como obras absolutas, sin necesidad de imágenes. La prueba definitiva de su magia: al escuchar The Ecstasy of Gold con los ojos cerrados, el desierto de Leone se despliega ante nosotros, poblado de sueños y duelos al atardecer.

Morricone no escribía música para películas. Escribía el alma del cine. Transformó escenas en leyendas y emociones en sinfonías atemporales. Como reconocía el propio Sergio Leone, no fue un colaborador, sino el coautor invisible de sus obras maestras. Hoy, cuando una armónica llora en la distancia o un coro estremece el silencio, sabemos que el Maestro sigue habitando entre nosotros: arquitecto eterno de los paisajes sonoros donde el cine encuentra su más pura verdad.

P.D.: En julio de 2020, bajo el cielo de Roma, una orquesta tocó «Nella Fantasia» frente al Coliseo desierto. La ciudad eterna despedía a su hijo eterno. No hubo discursos. Solo su música llenando el vacío, como siempre había llenado los silencios más elocuentes del séptimo arte.

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