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1 de julio de 1974: cuando el corazón de un país dejó de latir en Olivos

La lluvia golpeaba los vidrios de la Quinta de Olivos aquel mediodía invernal. Con el último suspiro de Juan Domingo Perón –el tres veces presidente, el imán de multitudes, el arquitecto de mitos– no murió solo un hombre. Murió el único campo magnético capaz de ordenar, aunque fuera violentamente, los fragmentos sueltos de la Argentina. Su ausencia fue el estallido que convirtió las contradicciones en guerra abierta.

En vida, Perón encarnó las paradojas irresolubles de la nación: fue el abrazo obrero y el pacto con la oligarquía; el nacionalismo industrial y la nostalgia rural; el general que predicaba justicia social. Su retorno triunfal en 1973 había sido un intento desesperado por contener esos demonios. Pero cuando su cuerpo quedó tendido en la capilla ardiente, el movimiento peronista se reveló como un ejército sin general. La izquierda montonera y la derecha sindical –López Rega, la Triple A– desenvainaron sus cuchillos. Argentina comprendió entonces que Perón no había unido al país: solo había postergado la batalla.

Su muerte consagró al peronismo como la única religión política argentina capaz de prescindir de dogmas coherentes. La JP, los sindicatos, las villas miseria y hasta ciertos empresarios continuaron invocando su nombre durante décadas, cada facción llenando ese símbolo hueco con su propio relato. Sin su mediación, la grieta peronismo/antiperonismo se cementó como el ADN de la política local. Su féretro fue la primera piedra de esa trinchera que aún divide plazas, familias y asados. Cada 17 de octubre, cada discurso que cita sus frases, cada mural en una fábrica abandonada, es un ritual para conjurar al fantasma que ya no puede arbitrar.

Argentina desarrolló una neurosis histórica singular: la obsesión por lo inconcluso. ¿Habría evitado la dictadura del 76? ¿Domado a la guerrilla y a los militares? ¿Contenido la hiperinflación de los 80? Esa incertidumbre transformó a Perón en el gran proyecto fallido de la argentinidad: el padre que murió antes de dar la última lección. Por eso su mito crece en cada crisis económica, en cada fracaso institucional: revive como la solución que nunca llegó a probarse.

Hasta el arte absorbió la paradoja peronista. En la literatura, desde Cortázar hasta Saccomanno, Perón es el agujero negro que distorsiona todas las historias. En el rock nacional, la voz ronca de Charly García gritando «No llores por mí, Argentina» es el eco de ese sueño trunco. Hasta el fútbol –esa otra catedral– se peronizó: sindicatos comprando clubes, estadios como púlpitos de masas, goles convertidos en consignas.

Medio siglo después, Argentina sigue siendo el laboratorio del experimento peronista inconcluso. Su muerte nos enseñó que ningún líder puede suturar las heridas de un país dividido, pero también que sin símbolos compartidos –aun contradictorios– la identidad se desangra en tribalismos. Hoy, cuando un afiche de Perón se funde con camisetas de Boca y estampitas de Gauchito Gil en una villa, entendemos: su legado fue convertir a Argentina en un rompecabezas que solo existe mientras forcejeamos por armarlo.

Perón murió dos veces: como hombre y como árbitro. La Argentina que nació de esa doble muerte aún busca en las grietas el secreto de su identidad fracturada.

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