En el panorama intelectual del siglo XX, pocos pensadores han tenido una influencia tan vasta y persistente como Jürgen Habermas. Heredero de la tradición de la Escuela de Frankfurt, pero también crítico de algunas de sus premisas, su obra ha redefinido la teoría crítica, la filosofía política y nuestra comprensión de la democracia, la comunicación y la razón. Su proyecto intelectual no solo busca interpretar el mundo, sino transformarlo a través del diálogo, la deliberación y la acción comunicativa.
Habermas pertenece a la segunda generación de la Escuela de Frankfurt, ese núcleo de pensadores —Horkheimer, Adorno, Marcuse— que, tras el horror del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, se propuso analizar las patologías de la modernidad: el capitalismo avanzado, la cultura de masas y la racionalidad instrumental. Sin embargo, mientras sus maestros tendían hacia un pesimismo cultural (la «dialéctica de la Ilustración» que denunciaba el fracaso de la razón), Habermas buscó una salida: no abandonar la modernidad, sino radicalizarla.
Para él, el problema no era la razón en sí, sino su reducción a un mero cálculo técnico. Frente a esto, propuso una racionalidad comunicativa, basada en el entendimiento intersubjetivo. Su gran aportación fue argumentar que la razón no reside solo en el individuo (como en Kant) o en las estructuras económicas (como en Marx), sino en el espacio público, en el diálogo libre de dominación.
En obras como Teoría de la acción comunicativa (1981) y Facticidad y validez (1992), Habermas desarrolló una teoría de la democracia que va más allá del liberalismo y el republicanismo clásicos. Para él, la legitimidad política no surge solo de las urnas o de los derechos individuales, sino de un proceso deliberativo en el que los ciudadanos, mediante argumentación racional, llegan a consensos.
Su ética del discurso sostiene que las normas válidas son aquellas que todos los afectados podrían aceptar en un diálogo libre e igualitario. Este ideal —aunque utópico— sirve como brújula para criticar las distorsiones del poder, la manipulación mediática y las desigualdades que corroen la esfera pública.
En un mundo de polarización, fake news y algoritmos que fragmentan el debate público, la obra de Habermas sigue siendo urgente. Su defensa de una esfera pública robusta, donde prime la fuerza del mejor argumento y no el grito más alto, es un antídoto contra el irracionalismo político. Además, su diálogo con el posmodernismo, el multiculturalismo y la religión (en obras como Entre naturalismo y religión) muestra una mente abierta, capaz de renovar la teoría crítica sin caer en dogmatismos.
Más que un filósofo enclaustrado en la torre de marfil, Habermas ha sido un intelectual comprometido: desde su intervención en el Historikerstreit (el debate sobre el Holocausto en Alemania) hasta sus reflexiones sobre la Unión Europea y la globalización. Su pensamiento nos recuerda que la democracia no es solo un sistema de reglas, sino una cultura de diálogo.
Al final, su legado podría resumirse así: en un mundo complejo y conflictivo, la razón no ha muerto, pero solo sobrevivirá si aprendemos a escuchar.