Un 23 de mayo de 1936, Buenos Aires amaneció con un nuevo habitante: una aguja de 67 metros de hormigón, blanca y despojada de adornos, se alzaba en la intersección de las avenidas Corrientes y 9 de Julio. El Obelisco, obra del arquitecto Alberto Prebisch, había sido erigido en tiempo récord —apenas 60 días— para conmemorar el cuarto centenario de la fundación de la ciudad. Sin embargo, lo que comenzó como un regalo polémico, pronto se convertiría en el símbolo indiscutido de una metrópoli que se debate entre la tradición y la vorágine moderna.
La recepción inicial no fue cálida. Críticos lo tildaron de «torpe espárrago», «monumento al apuro» o «invasor» de un paisaje urbano dominado por edificios bajos y estilos europeizantes. Hasta hubo propuestas para demolerlo. Pero el tiempo, ese aliado silencioso de las grandes obras, lo redimió. Su geometría minimalista —una respuesta al racionalismo arquitectónico de los años 30— terminó por dialogar con el caos ordenado de una ciudad en expansión. A diferencia de otros monumentos estáticos, el Obelisco mutó: se vistió de luces, albergó mensajes políticos en su base y hasta sirvió de pantalla para proyecciones de fútbol durante los Mundiales.
El Kilómetro Cero de las Emociones Colectivas
Lo que define al Obelisco no es su estructura, sino su función como escenario de la vida pública argentina. Aquí se celebra y se llora, se exige y se recuerda. En sus alrededores, las Madres de Plaza de Mayo marcharon con pañuelos blancos; en 1978, multitudes festejaron —entre tambores y banderas— el triunfo argentino en el Mundial bajo una lluvia de papel picado; en 2010, el matrimonio igualitario se coreó con besos y banderas arcoíris; y en 2018, el movimiento feminista tiñó de verde la plaza con pañuelos por el aborto legal. Es un termómetro social: cuando algo importante ocurre, los porteños van al Obelisco.
Su fuerza radica en su neutralidad activa. No representa a un gobierno, ni a una ideología, ni siquiera a un héroe concreto. Es, en cambio, un lienzo en blanco donde cada generación proyecta sus urgencias. El poeta Raúl González Tuñón ya lo intuía en 1937 cuando escribió: «Es un dedo que señala al cielo / pero también al corazón del que grita». Hasta la cultura popular lo adoptó: el tango «Afiches» de Homero Manzi lo menciona como testigo de amores fugaces, y bandas como Soda Stereo o Callejeros lo han convertido en metáfora de resistencia y pertenencia.
En un país marcado por fracturas, este monumento logró lo inaudito: unificar. Quizás porque su simpleza permite que todos se reconozcan en él. O porque, como bien señaló el escritor Martín Caparrós, «es la única certeza en una ciudad que se derrumba y renace cada década». Hoy, mientras turistas se fotografían bajo su sombra y adolescentes lo convierten en punto de cita, el Obelisco sigue ahí —silencioso, implacable— recordándonos que los símbolos no se planifican: se ganan a pulso en las calles.
Buenos Aires podría prescindir de su nombre, pero no de su sombra. Porque en esa aguja que apunta al cielo confluyen la memoria, la lucha y la fiesta: tres pilares de una identidad tan inquieta como la ciudad que la alberga.