“Las puertas del aeropuerto de Tindouf se abrieron de par en par”, así comienza el libro de Javier Castejón “Las tres puertas”, como comienza la vida del ser humano con una puerta que se abre en el canal del parto, para llevarlo a la vida. A partir de ahí, este ser se va a ir encontrando con una diversidad de puertas: algunas serán puertas a las que sus pasos directamente lo llevarán, otras serán puertas prohibidas, estarán aquellas que él mismo pasará de largo y se encontrará con esas otras puertas que no se va a atrever a pasar. En este caso, el autor y protagonista de estos relatos verídicos se atreve, no quiere pasar de largo y atraviesa esas puertas sin saber las consecuencias que en su vida iban a tener; lo sabrá después. Sí sabe que va a pasar la puerta a ese otro mundo; el de los desfavorecidos y olvidados, el del sufrimiento, y efectivamente será después cuando se dará cuenta, como él mismo dice; “estábamos simplemente abriendo la puerta de nuestro espíritu” que no es otra cosa que la puerta del conocimiento más humano, la de la conciencia, de ahí que el autor nos hable de la historia de un viaje interior.
El libro, en su segunda edición realizada por “La buena impresión” relata las experiencias del autor en su actividad asistencial como médico, junto con otros cooperantes entre los años 2000-2016 en Tinduf (Argelia), Nguti (Camerún), Haití y en Mlala (Malawi). Fue presentado el pasado mes de octubre en el Centro Artístico, Literario y Científico de Granada, produciendo una gran expectación, siendo ocupado en su totalidad por un público entusiasmado con el recorrido que el autor va haciendo de su obra, apoyándose en diverso material fotográfico y acompañado por el gran poeta y amigo José María Cotarelo con su vigorosa y hermosa voz poética, muy acorde con este libro, que se nos presenta con una mezcla de denuncia y reflexión y que está escrito con un palpitante lenguaje poético en muchas ocasiones, nacido de diferentes emociones que se irán entremezclando a lo largo del escrito como fruto de las experiencias vividas.
Y se abren las puertas del aeropuerto de Tindouf y Javier entra en esa primera puerta, en un desierto que le recibe con un viento enloquecido que en principio no le deja ver, pero el siroco desaparece pronto y sus ojos se abrirán de par en par ante el asombro de imágenes e historias que prevalecerán en su memoria ya para siempre, como la de las hermanas Salma y Sadiya de entre siete y ocho años de edad acarreando agua para su hogar, o la de Salka de 13 años con su cuerpo quemado cuando una noche “se convirtió en rojo llama que la envolvió como un demonio abrasador que intentaba adueñarse de su cuerpo y sus sueños. Ardían el abrazo del demonio sobre sus brazos, su pecho, su cuello y su espalda”. La de la vieja tabiba, que los maldijo por haber contradicho la ley de Dios, que dice que las mujeres deben parir con dolor, después de haber practicado una cesárea a una mujer en un parto difícil para salvar su vida y la de sus bebés. Y también en su recuerdo anidan bellas imágenes como esa puesta de sol contemplada desde la cumbre de Erqueyaz, o las vistas de ese otro desierto donde desaparece el duro y árido paisaje de la hammada, para contemplar otro desierto en donde la línea del cielo y la tierra se difuminan, un desierto propicio para los espejismos, que le hace hacer una interesante reflexión mediante un paralelismo con lo que sucede en el pensamiento del ser humano, y como nuestros sentimientos, “sometidos a la presión de la existencia, distorsionan nuestras esperanzas haciéndonos ver y sentir lo que no es”.
El segundo capítulo del libro o segunda puerta son las experiencias del autor en Camerún, donde, como él mismo afirma, todo era negro: “Era negra la piel de hombres y mujeres, era negra la espesura de la selva, como era negro el pasar de días y noches, junto a árboles gigantes reinando entre los sonidos preñados de sonidos misteriosos”. Y no solo era negro el iris de los ojos de aquellas personas olvidadas; también la oscuridad aparecía en el fondo de su mirada resignada y desesperanzada ante ese cruel destino, azotados por infecciones mortales para ellos como la malaria o el VIH, evidenciando “que la desgracia golpea a los pueblos de la tierra de una forma desigual, cebándose más en unos que en otros” y como las circunstancias políticas y sociales del lugar donde se nace y que uno no ha elegido marcarán la existencia de las personas. Recuerda entonces a Theresa, hija del jefe Patrik, que a pesar de no haber decidido nacer en la selva “ama la sombra de los altos árboles bajo los que corre, el frescor de sus ríos rápidos en los que se baña y el sonido de la lluvia en el sueño de sus noches”, todo un aprendizaje que nos recuerda ese proverbio que dice; “Si alguien cae al agua, que beba…” En ese segundo capítulo, Javier encuentra en la dulzura de la mirada de Sor Carmen, religiosa de la congregación de “Las Siervas de María” asentada en esas tierras desde hace más de veinte años, la luz en la oscuridad, la aspereza de la selva convertida en ternura y descubre en ella la fuerza del amor infinito donde solo puede encontrarse a un ser supremo; a Dios.
Se nace y se muere; ahí acaba todo en las creencias de algunos; para otros comienza la vida eterna, ya sea en el cielo o en el infierno. Y es a ese lugar al que nos lleva la tercera y última puerta que se relata en el texto, a un lugar infernal que me hace recordar unas palabras que oí decir a mi madre en algún momento. Decía que ella pensaba que al morir muchos irían directamente al cielo porque el infierno ya lo habrían vivido en la tierra. Esta tercera puerta se inicia con la entrada de una expedición médica de diez personas, entre ellas el autor de esta obra, en Puerto Príncipe, Haití, cuatro meses y medio después del terrible terremoto acaecido en enero del 2010. Narra cómo los habitantes de ese lugar deambulan con la mirada pérdida convertidos en zombis, con sus casas destruidas, sus familiares desaparecidos, caminan entre basura, escombros y muertos aún por desenterrar; “aquel día encontré cientos de miradas que no se atrevían a sostener la mía, miles de pieles secas y correosas que escondían el dolor entre sus arrugas, corazones insuficientes ya sin fuerzas de tanto caminar sin camino definido, gente que flotaba en el vacío del universo sin sentido, en la esquina del tiempo de los olvidos” Nos cuenta también cómo los niños de Haití son vulnerables a caer en manos de depravados seres humanos que trafican con ellos, con sus órganos o niños convertidos en esclavos. Nos habla sobre pactos con el diablo para sobrevivir, sobre seres del inframundo y también de la resignación ante la muerte y la enfermedad de estos habitantes, presintiendo la muerte como una extraña forma de libertad.
Página a página se han ido sucediendo las historias de miseria e injusticia, entre granos de arena esparcidos por el viento, a veces suave, otras huracanado, entre la oscuridad de los árboles, que al querer llegar a lo más alto tapan la luz, ante ruinas provocadas por una sacudida violenta de la tierra. Viento huracanado, oscuridad y ruina que sacuden las conciencias del lector, que le devuelve el recuerdo de ese mundo olvidado donde la existencia de los “inocentes del mundo” sería solamente “un eco que repite incesantemente el sonido del martillo en la campana del origen de los tiempos”. Atrapado por ese eco, después de haber sido escuchado por él mismo, se queda el autor de este libro y seguro que también los lectores de esta obra, tras la transmisión de ese eco en cada página, cada palabra del libro, donde el dolor y la injusticia son tratados con tal delicadeza y dignidad que también podemos encontrar en él bellas imágenes, bellas palabras y reflexiones. “Ahora sé que si se es capaz de abrir la puerta y mirar al otro lado, podremos intuir que esta no es solamente separación, sino lugar de entrada para pasar del mundo tenebroso al mundo de la luz”.
Casilda Jáspez Diéguez