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A 106 años del nacimiento de Manuel J. Castilla y 50 de la muerte de Gertrudis Chale

Por Aldo Parfeniuk

 

Este catorce de agosto cumpliría 106 años Manuel José Castilla, nombre, más que consagrado, insustituible en el panorama de la poesía en lengua castellana y del cancionero latinoamericano.

 

Entre algunas de las cosas que escribí durante años de seguir su obra y aprender de ella y de su vida -y sin mucho más que agregar- me pareció oportuno transcribir algunos breves párrafos de mi libro de 1990, Manuel J. Castilla, desde la aldea americana.

 

Aunque se trata de un texto algo técnico para una nota de divulgación general, me pareció oportuno hacerlo no solo para seguir compartiendo aspectos de una poesía que con el tiempo sigue creciendo como algo de lo mejor de nuestra literatura, sino porque estamos atravesando una profunda crisis de la palabra que reclama volver desde diversas perspectivas sobre sus usos, valores y posibilidades.

 

Por otra parte, en Abril de este año se cumplieron 70 años de la desaparición de una de las más notables artistas plásticas de nuestro país, también con repercusión internacional: Gertrudis Chale (Schale en Suiza, su país de origen) hija de austríacos de origen judío que huyó de su país, contrajo matrimonio con un argentino y vivió, al principio en la Provincia de Buenos Aires y después en Salta y otros lugares del NOA y Perú. En nuestro país comenzó a pintar y se convirtió en una gran y reconocida artista que con el tiempo recorrería el NOA argentino, Bolivia y Perú creando obras de arte únicas.

 

La pintora fue una gran animadora de la vida artístico- cultural de Salta y una entrañable amiga de Manuel J. Castilla. Y aunque sea el mismo poeta quien hablará de ella, tomando prestadas sus palabras -únicas en belleza y verdad-  aquí  son reunidos para recordarlos juntos.

 

La palabra interior en Manuel J. Castilla

 

Dice Ernest Cassirer  que,  como   una  ley  general, el lenguaje  se  ha desarrollado partiendo de la mayor proximidad posible con el objeto que intenta  representar[1]   para,   luego,  ir  alejándose   progresivamente hasta,  en  el punto  más alto  de la evolución  lingüística,  separarse totalmente  uno  del  otro  (por  ejemplo, la  figura  fonética  del  significado)   hasta  el extremo de dejar  de reconocerse  ya a través de algún tipo de semejanza.

Sin  embargo,  sigue  diciendo   el  autor   alemán,  la poesía permanentemente   insiste   en   recuperar   las correspondencias,  y  si  ya  no  por  medio  de  la  regresión   al  momento  de  mimesis,   lo  hace  mediante una   relación    nueva  y  superior:  reflejando   la  interioridad    del   sujeto   que   la   origina,   haciendo   que coincidan, por  ejemplo,  sonido  y sentimiento: «…el secreto  de  la  expresión  poética  verdaderamente  perfecta   consiste  precisamente en  que  lo  sensible  y  lo espiritual ya  no  se enfrentan en  ella  uno  a otro»[2] .

En  el  caso  de  las  supremas   obras  de  arte  líricas (Cassirer  toma  ilustrativamente la  poesía de Hölderlin), afirma  que la perfecta  espiritualidad   se  ha  dado al  mismo  tiempo  su  cuerpo,  su continente perfecto: el sonido  y el ritmo  sensibles que le son adecuados. Pero aquí  no hay que confundirse: no se trata  de un retorno   a aquel  momento originario  del  lenguaje en el cual éste pretende una figuración sensible de lo que designa -como en la onomatopeya, por ejemplo-. La palabra que  pone el poeta  no sale hacia afuera en busca del objeto  («el  sonido  no pinta nunca el detalle,  lo particular   y  contingente de  la  impresión  sensible». sigue explicando  Cassirer),  sino  que  lo  captura  dentro,  en la  interioridad, en  el sentimiento y,  cuando sale, su cuerpo  sonoro  es, al mismo  tiempo, sonido  y sentimiento*; pero,  por  sobre  todo,  vale por  sí mismo  y /o  con  relación  a las unidades  sonoras  que  lo acompañan   para  conformar  el cuerpo  lírico.   No ya como  un  corpus  de  referencias  a lo  exterior, por lo tanto   dependiente, sino  como  una  elevada configuración lingüística autónoma.

Lo mismo sucede con lo visual -y con la visión-. El castellano es, por  naturaleza,  una  lengua  ordenada a la develacíón: claridad, iluminar, ver, luz -o esclarecer,  hacer  ver,  echar  luz,  etc…- son  metáforas de  una  raíz  común  que,  aplicadas  a la actividad del entendimiento por ejemplo,  dicen de un carácter propiciatorio  propio  de  nuestra  lengua,  fijado  ya en su origen, en particular en su raíz griega y en su orientación desocultante de la verdad, según lúcidamente  lo advierte Carlos Parajón[3]

 

La otra metáfora básica, también sensorial como la anterior, es la que se origina en la cualidad gustativa: saber ( sapere) es sabor. El sabor de algo es el reconocimiento de su cualidad distintiva. Y también aquí el gusto  es, como  la actividad  ocular,  la raíz  sensible-en actividad- de la que se parte para caracterizar una determinación espiritual.

Dicha determinación, si en la expresión más elevada del intelecto prescinde de las semejanzas que proporciona la mediación sensible (como  se daría  en el caso de la visión mística, o sobrenatural, en la cual lo que se ve es algo único, e inexpresable,incomunicable) en la poesía, al menos en la nos ocupa, regresa a las correspondencias de una manera, diríamos,  extrema. Operando  en  los límites  de  términos aparente­ mente disímiles, extrae  detalles,  gestos difícilmente  perceptibles, y  los condensa  en conjunciones -o conjugaciones-  inéditas  para                  que no podemos definirlas sino como creaciones. Veamos cómo lo hace Castilla en su poema  «La  noche»,  de El cielo lejos (1959):

«(…..)

Uno  está dentro  suyo,  entre  su pafio antiguo  y

                                                                repetido,

en su liso silencio con mariposas torpes

por el que da, aleteando, su duda solitaria.

 

Entonces uno puede decir que se derrama desde

                                                                 el cielo

inocente y brutal y melancólica,

que dentro de ella yace, absorto, el que la mira

cuando descuelga dócil su leche de rocío.

 

“(……)

 

 

¿Cómo  decir que  duelen  los dulces  cascabeles de

                                                            sus ranas?

¿Cómo contar  que  en ella arrastro mi corazón  de

                                          bicho en bicho  ciego?

¿Cómo decir que un perro la reclama

y que la lluvia apaga su inmensidad dolida?

 

(…..)»

 

Las imágenes  del  poema  son  interiores, por  más que  muchas veces se hagan visuales por medio de referencias exteriores. De igual  manera  en el poema “La música»  (de El verde vuelve,  1970)  el poeta, dentro suyo,  intenta  corresponder con  imágenes esa suma de sonidos que la música es.

La ilustración con expresiones verbales, difícil por cierto, no puede lograrse sino con  lo obtenido por el puro  sentimiento. Las palabras no imitan melodías o períodos rítmicos, ni persiguen una mimesis sonora; construyen un mundo  visual  -o visiones, si se prefiere- equivalente,  pero  equivalente  en intensidad emocional, en estatura  lírica:

 

» (…..)

Aterida  paloma trepando del diluvio

como un enloquecido pedazo de granizo.

Semilla donde  duermen los ojos más azules.

Espada acariciante de los ángeles,

líquido  paraíso,

distancia donde mide su distancia el olvido,

acequia donde  liban las abejas

su propia miel como  si devorasen

su amarillenta sombra, claro vino del aire,

adiós de Dios a su primer juguete.

(…..)».

Aquí, la experiencia parte de la interioridad de un sujeto  hacia  un  destino   idéntico: otro sujeto, sin  el cual la experiencia no termina  de completarse. Los aconteceres que el poema describe no serían nada, artísticamente, si se limitaran  a  reproducir algo que en  algún  momento pudo  darse  en la realidad  empírica,  por   más   hermoso   y  sobrecogedor  que  pudiese haber  sido.  Se trata de algo único creado por el poeta. De un reflejo de lo contenido en su subjetividad.

Hasta aquí lo publicado en aquel libro.

 

Al margen de lo dicho, considero que la experiencia artística de Manuel Jota no podría haber ocurrido en soledad, fuera de un grupo y un movimiento de artistas -hombres y mujeres- con objetivos afines, que haciendo poesía, títeres, teatro, música o artes visuales dialogaban creando cultura y belleza, más allá de cualquier retribución y sintiéndose portadores de una propuesta artístico/cultural nueva, aunque sin dejar de pisar el suelo común (la tierra, la región) desde el que se manifestó la generación anterior.   Para motorizar lo nuevo, se sabe de la importancia que tuvieron el movimiento de “La Carpa” o la revista “Tarja” de Jujuy,  o la salteña revista “Angulo” lo mismo, valisos artistas llegados de Buenos Aires y hasta la Redacción del diario “El Intransigente” de Salta: lugares de convergencias, debates, amistad,  creación y extensión social. Además,en toda la obra castillana  la música y la pintura están expresivamente integradas a su poesía y son parte de la vida misma del poeta.

 

La Dama de los colores

 

De entre los protagonistas de aquellas experiencias es imprescindible recordar a una de las personalidades principales que le dieran vida y jerarquía a varios de esos grupos de los años 40/50, según fue el hacer de la gran artista plástica, calificada animadora y sobre todo gran amiga de Castilla: la austríaca -y puneña por adopción- Gertrudis Chale. En abril de este año se cumplieron 70 de su muerte, en el trágico accidente de la avioneta en la cual volaba de Mendoza a Córdoba, y que se estrelló en el cerro Vilgo, de La Rioja. La pintora tenía 56 años.  

 

Descontando el consentimiento -desde el sitio en que se encuentren- de los integrantes de “Tarja”, especialmente Medardo Pantoja (quien conocíó a Gertrudis en La Quiaca, cuando ella recién llegaba de Europa, recalando en Villazón) y Néstor Groppa, amigo cordobés de Laborde aquerenciado en Jujuy, me permito espigar fragmentos del artículo que Manuel J. Castilla le escribió a su entrañable amiga, con la cual él también construyó inigualables murales de palabras, y que publicado en el Nro. 11/12 (año 1958) de la mítica revista jujeña.

 

Allí la cuenta a Gertrudis con su poesía Manuel, desde que empezó a pintar en nuestra pampa y suburbios bonaerenses hasta su posterior adentrarse con sus colores en lo más secreto y vivo de las tierras altas de Latinoamérica: “A Gertrudis Chale la pampa le llegaba al corazón y se lo llenaba de música. Era como una voz que la invadía y la adormecía gozosa. Una infinitud donde cabía íntegra, rubia y desmelenada como una espiga al viento. Primero se allegaron a su cariño caballos pensativos, carcomidas esquinas de ladrillos, cielos. Y domingos, tristes domingos en que los hombres miraban desde terrazas, solos, pasar un tiempo sin descanso y espeso. Una pampa que nadie había visto antes…quedaba en sus cuadros” 

 

“Porque sus cuadros no estaban solos. Tenían mujeres resignadas realizando la dura costumbre de la vida, caminos barrosos, lejanas herrerías, letreros muertos….Y una inmensa pobreza de gentes. Una humanidad fecunda y silenciosa. Eso que va a mirar la vida siendo vida, siendo sangre y harapos….Todo eso estaba en ella. En Gertrudis que lo pintaba. Y lo entregaba para que nosotros lo amáramos. (….) Tenía la lenta sabiduría del vino, su añejamiento generoso. Su entrega ciega a la alegría….”escribió Castilla.

 

Y para terminar de despedirse de la gran amiga y artista judía-austríaca que recorrió nuestro NOA, Bolivia y Perú, viajando en camiones cargados de coyas, durmiendo en jergones de galpones o ranchitos de adobe y viento, andando con sus amigos itinerantes a destiempo de los prejuicios de la época, Manuel Castilla, desde Salta, dirá finalmente en nombre de sus amigos y compañeros: “Ahora ya no está con nosotros. Somos un poco de su huella anhelosa. Un poco de sus ojos celestes quemándose en el pelo oscuro de las mujeres de América que ella amaba y pintaba… Pero de ella tenemos para siempre un caballo sonámbulo en la pampa, una niñez perdida en el desierto, unas últimas casas en la tarde y unos cielos tristísimos y grises rayados por los últimos pájaros.

Su corazón, lo sabemos todos aquí en Salta, se derrama como una copa de vino, todavía”.

 

[1] .CASSIRER,  Ernest,  Esencia  y  efecto   del  concepto   de  símbolo,F. de Cultura  Económica, México 1956,  p. 177.

[2] CASSIRER, E., op. c.p. 178.

*  Por  eso  la  poesía  no  puede desprenderse fácilmente  de  la expresión oral. De todo lo que en ella la voz pone y dice

[3] PARAJON, Carlos, Ideas y metáforas,  Biblos, Bs. As. 1985  -especialmente  «El engaste  metafórico  de  verdad  y  pensamiento», pp, 75 Y SS.

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