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Un paseo por Goya, entre la historia y la tragedia

Uno llega a Goya y, entre sus calles coloniales, se ve envuelto en postales de viviendas que albergan historias de otras épocas como la de Máximo Brandier y Valentina Desán, un joven matrimonio salteño llegado a Goya por el año 1848, que prontamente estrechó vínculos con la sociedad y el pueblo hospitalario los acogió en su seno. Ambos abrieron una escuela para niños y ella era conocida también por su gran afición al piano, instrumento que por las tardes interpretaba en la vivienda de la calle José E. Gómez, N°618.

La felicidad del matrimonio duró meses, hasta que la dicha se hizo ventana para que alguien pudiera espiar y así descubrir que no todo era lo que parecía.

Lo cierto es que Máximo fue sorprendido y denunciado ante las autoridades, ya que había sobre él un pedido de captura y la misma suerte corrió su mujer, que por esas cosas de la vida, aunque en vano para mover los corazones, estaba esperando un hijo.

Ambos fueron trasladados a la cárcel de Santos Lugares, provincia de Buenos Aires, donde el gobernador, nada menos que Juan Manuel de Rosas, ante el clamor popular contra la violación de los votos de castidad del sacerdote y la mala reputación que se temía atrajera sobre la comunidad irlandesa (aún contra la voluntad de su hija Manuelita, gran amiga de Camila), ordenó su fusilamiento.

La trágica historia de esta joven pareja fue conocida por el cine. Fue la primera película en democracia para orgullo de María Luisa Bemberg, a quien le valió reconocimiento nacional e internacional por ser una de las tres películas argentinas nominadas a un Oscar.

Sin embargo, no era la primera vez que esta historia se llevaba al cine. En 1913 lo había hecho Mario Gallo, en una versión muda protagonizada por Blanca Podestá, de la que lamentablemente no se conservan copias.

También la había retratado El destino (1971), de Juan Batlle Planas (hijo), con Julia Elena Dávalos y Lautaro Murúa. Dicen también que durante el primer gobierno de Perón, Julio César Amadori había intentado filmarla, con Zully Moreno como protagonista, pero el presidente habría preferido evitar un conflicto con la Iglesia y le bajó el pulgar al proyecto.

¿Pero qué fue lo que impactó tanto de esta historia?

La joven Valentina Desán había nacido en Buenos Aires y era la quinta hija de una familia de clase alta. Su abuela, Ana Perichón, era una aristócrata francesa (apodada despectivamente “La Perichona”) que había sido amante del Virrey Santiago de Liniers. Valentina participaba en bailes y fiestas acompañada de su íntima amiga Manuelita, hija de Juan Manuel de Rosas.

Él, Máximo Brandier, era un sacerdote jesuita, sobrino del gobernador de Tucumán que en 1843 fue nombrado párroco en la iglesia del Socorro en Buenos Aires, lugar al que asistían las damas de la sociedad porteña, y era invitado a residencias privadas en reuniones y almuerzos.

El amor nació con el sabor de lo prohibido y pecaminoso. El romance clandestino se mantuvo a escondidas hasta que la situación se tornó insostenible y decidieron que la única solución era escapar de Buenos Aires y huyeron juntos de las imposiciones y las convenciones sociales, culturales y religiosas.

Con el paso de los días, el padre de la joven denuncia su desaparición y las casualidades toman un olor diferente cuando también falta el sacerdote en la iglesia. Los comentarios no tardan en llegar a conclusiones y, cuando llega a oídos del Gobernador Rosas, la necesidad de escarmentar sobre estas conductas inadecuadas lo hace llevar a una determinación de la que la historia jamás cuenta si alguna vez titubeó: cazarlos y ejecutarlos, no vaya a ser cosa, que a las niñas de sociedad y a los curas, por más franciscanos que se parezcan, osen cruzar las fronteras de la decencia.

Y ocurrió la catástrofe, que todo el mundo conoció cuando Luisa Bemberg llevó al cine esta historia y a todos se nos atragantó un nudo en la garganta. Claro que no fueron ni son conocidos por los nombres de ficción que ellos eligieron para pasar desapercibidos: Máximo Brandier y Valentina Desán, sino que fueron simplemente Camila O’Gorman y Ladislao Gutiérrez.

Ya en Santos Lugares, nombre del paraje que paradójicamente de santo no tenía nada, Ladislao, el ex sacerdote jesuita con apenas 24 años, escribe en un papel a su amada Camila de 22 años:

«Camila mía: acabo de saber que mueres conmigo». Ya que no hemos podido vivir en la tierra unidos, nos uniremos en el cielo, ante Dios. Te abrazo, tu Gutiérrez.

Y así culmina el filme, en el momento de su muerte, con los ojos vendados, sabiéndose uno al lado del otro hasta que fueron ejecutados.

Uno llega a Goya y entre sus calles coloniales recorre postales de viviendas de épocas cargadas de historias. Sin embargo, la casa de la familia Fernández, en donde se refugiaron Camila O’ Gorman y Ladislao Gutiérrez, no existe más.

Sucede que las paradojas se continuaron hasta en estos días y en abierta violación de lo ordenado el 3 de agosto de 2020 por la Comisión Nacional de Monumentos, y a pesar de estar en trámite su declaratoria como “Monumento Histórico Nacional” y de ser una de las casas de altos más importantes del Litoral argentino tanto por su valor patrimonial como por su altísimo valor histórico para la Nación y para la memoria de los derechos de la Mujer en Argentina, se cometió un crimen, un nuevo crimen… Un crimen patrimonial sin precedentes en nuestro país y menos en una ciudad tan colonial como lo es Goya.

La casa bicentenaria, considerada de interés patrimonial con valor histórico y arquitectónico, no fue merecedora de resguardo y aunque los vecinos denunciaran y exigieran la inmediata recuperación y custodia de los elementos patrimoniales de gran valor que estaban siendo sustraídos, incluidas las históricas rejas de las ventanas, la vivienda devino en demolición y no se pudo hacer nada para restaurar la fachada.

Hoy, cuando uno viaja por Corrientes y llega a la emblemática ciudad colonial de Goya, “El paseo Camila” solo resguarda un recordatorio, bajo una glorieta, que recuerda que Camila O’Gorman protagonizó una trágica historia de amor durante el segundo gobierno de Rosas, enamorada del sacerdote de su capilla, el tucumano Ladislao Gutiérrez con el que huyó un 12 de diciembre para refugiarse en Goya.

El casco antiguo de Goya ya no tiene huellas de Camila O’Gorman ni de Ladislao Gutiérrez. Es una pena porque la vivienda que los refugió y los hizo felices hubiera dejado más que un legado histórico: hubiera sido un fuerte simbolismo de la rebeldía contra la opresión, contra las rígidas normas sociales de la época.

La relación de la pareja, aparte de ser amorosa, se sostenía con afinidad ideológica y con el deseo de construir un mundo más justo. A pesar del estatus social, Camila no fue inmune a la violencia patriarcal de su época.

El fusilamiento de ambos en 1848 conmocionó a la sociedad argentina.

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