Por Pedro Jorge Solans
(Escritor y periodista)
Facundo Cabral, cantautor, poeta, escritor, filósofo y predicador argentino, quien fuera declarado por la UNESCO, en 1996, “Mensajero Mundial de la Paz”, fue nuevamente postulado para el Nobel.
Fue dos veces ternado para el Premio Nobel de la Paz, en una de esas ocasiones, la propuesta partió de Oscar Arias Sánchez, quien fuera presidente de Costa Rica, y recibiera ese galardón en 1986. También lo hizo la premio Nobel y amiga personal del cantor, la guatemalteca Rigoberta Menchú.
Precisamente, en Guatemala, perdió la vida en un episodio donde nada tenía que ver. Víctima de un crimen absurdo, bajo una balacera de sicarios de narcotraficantes el 9 de Julio del 2011.
En Villa Carlos Paz, Córdoba, hizo temporada teatral junto al humorista Cacho Garay en el Teatro del Lago en el 2008 y le encomendó al autor de esta nota, la publicación de su último libro escrito ese verano a mano cuando él muriera sin saber, —o sí,— que la muerte lo esperaba en su gira por Centroamérica cinco años después.
En Villa Carlos Paz, ese año, recibió su primer reconocimiento en la Argentina. Se lo otorgó el Concejo de Representantes de la ciudad.
Rodolfo Enrique Cabral Camiñas, fue conocido por su nombre artístico Facundo Cabral, y en sus inicios como Indio Gasparino. Su propuesta artística resulta difícil de encasillar. Fue un trotamundos que anduvo por más de 150 países llevando sus canciones, sus historias, y una prédica en la que se cruzaban religión, experiencias de vida y poesía.
Había nacido en la ciudad de La Plata, el 22 de mayo de 1937. En sus últimos años vivía en un hotel en la calle Suipacha de la ciudad de Buenos Aires. Caminaba apoyado en un bastón. Siempre dispuesto a conversar, eslabonando anécdotas que siempre inmovilizaban al interlocutor, creyera o no en la verdad de lo que estaba contando.
Para Cabral el teatro era el templo de la palabra y lo celebraba y respetaba.
Era capaz de hablarle a un budista zen en Kioto sobre cristianismo o explicarle a un descendiente maya quién era el pensador Jiddu Krishnamurti.
La noticia de su postulación se conoció la semana pasada y fue publicada este sábado el diario platense Hoy.
Cabral fue un cultor de la palabra y murió predicando la paz. Decía que un jesuita le había enseñado a leer y se enamoró de la palabra. Descubrió que la palabra era el principio de todo y que puede levantar o derrocar imperios:
“Al principio de las revoluciones primero se escuchan las voces de sus ideólogos y poetas. Vivo para la palabra, me gusta ejecutarla, gozarla. Me gusta cómo me cuentan historias Eduardo Galeano, Atahualpa Yupanqui o Antonio Gala”, señalaba. Por otro lado, lamentaba que los medios de prensa prostituyeran el lenguaje, que manosearan las palabras hasta que perdieran sentido.
Empezó a cantar en 1960, frecuentó el revolucionario y experimentador Instituto Di Tella.
Se consideraba “un agitador espiritual”, afirmaba que había aprendido a escuchar al corazón antes de que se meta la cabeza; porque la cabeza “va de conflicto en conflicto, siempre preguntando porque nunca aprende. El intelecto es un juego maravilloso, pero no es para vivir. El corazón sabe ejecutar una sola cosa: amar».
El legado que dejó en Carlos Paz
Su paso por Villa Carlos Paz fue breve pero muy intenso, profundo. Dejó huellas imborrables, tertulias interminables en la ex parrilla El Rancho, en el Teatro El Lago, conoció y compartió una ciudad que lo asombró. Dejó un libro que aún resuena en Argentina, España y en varios lugares del mundo, que el cantautor cordobés Alberto Muñoz lo musicalizó y después de una gira por Europa ganó el premio “Carlos” en una temporada carlospacense que hizo en el reducto Nivel 2.
“El último libro de Facundo Cabral” contiene sus escritos y lo vivido por él ese verano del 2006, donde se relacionó con músicos de los pueblos originarios que venían al festival nacional de Folclore de Cosquín, con vecinos, escritores y amigos.
El último libro de Facundo Cabral
“Sólo aquel que ha vivido, tiene derecho a morir”
Apenas había empezado el verano y los jardines municipales de Villa Carlos Paz mostraban lo que había quedado de la tradicional fiesta de apertura de temporada turística. Facundo Cabral arribaba a la ciudad para afincarse en la hostería Mesón de la Montaña ubicada en la ladera del cerro contiguo al de La Cruz. Por primera vez, participaría en la cartelera teatral de las sierras cordobesas, y eso fue un reto para él. Llegó por iniciativa y gestión de un colega, de un admirador que lo escuchaba a menudo y se consideraba amigo suyo. El humorista mendocino Cacho Garay quiso darse el gusto de presentar un espectáculo con él. Ambos protagonizaron la obra “Garay esquina Cabral” en la sala del Teatro del Lago.
Ese verano fue raro para el espectáculo. Garay enfermó a mediados de enero 2008 y el poeta mutó en su estadía serrana. Cambió de planes. Sacó paciencia de las copas de vino y vivió una temporada a su manera: salió a su aire, libre como siempre, apostando a la vida, para que lo sorprendiera las leyendas de los viejos cerros domados, -ya casi sin cimas- y los misterios del lago San Roque. Con el tiempo hecho siesta serrana y la soledad envuelta en su camisa de jean fue cosechando amigos que, disimulando desconfianza, se iban sumando a tertulias espontáneas. Había poesías, recuerdos de viajes y cuentos fantásticos que estiraban las siestas sobre una mesa que se fue haciendo altar de celebraciones mundanas.
La parrilla El Rancho, ubicada en la avenida Uruguay frente al casino fue su templo y Villa Carlos Paz le resultaba novedosa. Se asombraba de lo irreal; aunque decía que no llegaba a ser una ficción, ni una postal del realismo mágico, algo que suele encontrarse fácilmente en las sierras de países de Centroamérica como Panamá, Guatemala, Costa Rica, Nicaragua, El Salvador, o de la misma Colombia, o del mítico México. «Claro, -sentenciaba-, tampoco es Miami ni Buenos Aires».
Quería caminar como Jorge Luis Borges obsesionado por la sabiduría y su belleza, y en otras ocasiones, ingresaba a El Rancho simulando un andar que representara a El Fausto. “Quiero impresionar a los comensales que están almorzando entrañas. Recuerda que el protagonista de la leyenda alemana era un erudito exitoso, pero desgraciado en su vida, por lo que necesariamente tiene que hacer un trato con el diablo, y le da su alma a cambio de los placeres mundanos,” decía, y refiriéndose a la gente que almorzaba, señalaba, “estos tipos, son pequeños Faustos que gozan de una exquisita carne a cambio de olvidarse de la vida. El diablo es un gran sabio, tan sabio y bello a la vez, que sólo respeta a Dios.” La palabra de Facundo siempre ameritaba un trago del vino que desde temprano servía el mozo en esa mesa. Yo le pregunté, si Fausto caminaba así. Y me contestó, «no sé, es una representación mía, ni sé si usaba bastón como yo. Borges, sí usaba. Y con eso me basta».
Una mañana soleada conoció en los jardines de la hostería a una joven, que aparentaba ser turista, y conversaron horas y horas. La bautizó Carolina, y llegó a El Rancho con ella. Bajaron del taxi, la presentó como una amiga de verano, y al sentarse a la mesa, le preguntó al mozo: «¿Cachito no te parece que mi María Kodama es más bella y más joven que la de (Jorge Luis) Borges?»
Cachito, entrenado ya a las preguntas de Facundo le respondió: «¡Más linda seguro maestro. Desde aquí, a James Craik. Ahora, más joven no sé». Al otro día volvió solo y contó lo que había pasado con Carolina. “No me di cuenta, resulta que esta Carolina era una de las tantas personas vienen en el verano para aprovechar el gentío y delinquir. Hoy llegó la policía a la hostería, pero ya se había fugado. Se fue sin pagar, y me dijo el conserje que seguro, yo estaba en la lista de sus posibles víctimas. Mirá, yo que me jacto de conocer por el olor a los delincuentes. Para colmo, en el desayuno, antes que venga la policía; le dije al muchacho que sirve el desayuno que estaba ofendido porque se había ido sin saludarme”. Pasó una semana y la vio en las páginas policiales de El Diario. Se reía de la noticia. La presencia de Facundo paralizaba la ciudad. Solía caminar con su bastón tanteando la dureza de las calles, pero más le gustaba andar por la orilla del lago o por los senderos que dejan abierto los cerros en la zona del barrio Las Vertientes.
«¡Villa Carlos Paz es pintoresca, che Pedro!», afirmaba, mientras buscaba mariposas. «Aquí tiene que haber existido un mundo de mariposas; sostenía». Y se reía de quienes lo reconocían y le gritaban: «¡Chau Facundo!» O le tarareaban: “No soy de aquí, ni soy de allá /No tengo edad, ni porvenir/Y ser feliz es mi color/de identidad…” Se detenía, levantaba el bastón si estaban lejos, o le respondía: “Chau hermano”, si lo podían escuchar. Caminaba lento, muy lento, cuando tanteaba los senderos de las sierras. Parecía que auscultaba las rocas con el bastón, y de repente, se detenía de golpe. Miraba para arriba y respiraba profundo.
En esas típicas mañanas de enero, elegía algún desconfiado o desprevenido para contarle con paciencia que escuchaba las voces milenarias de las piedras, y las golpeaba con su bastón con delicadeza, y las rocas que son maravillosas por milenarias, intensificaban con cada golpe su brillo de mica y cuarzo.
Su llegada a la parrilla era tan solemne como absurda. Parecía una puesta en escena del Instituto Di Tella en los años sesenta. Todos eran cómplices en la seriedad de algo irrelevante. Llegaba en taxi a horario, tanto de día como de noche. El taxista anunciaba su arribo con dos bocinazos. El mozo de turno, Horacio Benítez o en su defecto Cacho Cortéz, dejaba lo que estaba haciendo y salía a buscarlo. Lo demás acompañaban. Bajaba del taxi, y erguido, se lamentaba que no estuviera el turco (Jorge) Cafrune a caballo. Empezaba en el ingreso entre movimientos extraños de los presentes y la escena se asemejaba a un burdo cambio de guardia en un palacio real en un reino empobrecido. El poeta se detenía a saludarlos. Cuando estaba Cacho Cortéz. Le preguntaba con su mejor voz de cantor:
«¿Cachito, cómo estás? ¿A cuánto cotiza hoy la peperina?» Luego seguía sus pasos hasta la caja, ante la mirada atenta de parroquianos y turistas, donde saludaba a quien estuviera, Sebastián Boldrini, Sebastián Woodward o Carlos “Cheto” de Bianchetti. Siempre en la misma mesa. Siempre el mismo vino. Siempre un bife de chorizo. Los anteojos oscuros ponían distancia. La gente lo seguía de reojo. Allí solía poetizar, profetizar y hasta declaró su amor a la vida carlospacense.
El domingo 20 de enero del 2006 se prestaba para un almuerzo tranquilo. Los mozos revoloteaban, Cacho Cortéz y Horacio Benítez, habían trabajado muy bien. Pasaron las horas y como guardianes de la bohemia-, se quedaron fuera de hora para asistir, para rendir culto, en una de las tantas celebraciones de la vida que se daba en torno a Facundo.
«Quiero retribuirle esta estadía a la ciudad. Voy a dejarle mi último libro; pero lo voy a escribir aquí. Y casi en voz imperativa me preguntó: ¡Pedro! ¿Cuánto tiempo tengo para entregar los manuscritos?», me preguntó al promediar la tercera botella de Rincón Famoso (tinto). «Lo antes posible». Le respondí. Y el último día de febrero, dejó los escritos en un cuaderno “Gloria”, especialmente comprado para tal fin, en la caja de la parrilla. En una esquela, escribió las condiciones:
«Pedro, tenés que editarlo conservando la letra manuscrita para que sea testimonio que lo escribí en Villa Carlos Paz. Y algún día sepan que detrás de las lentejuelas y las marquesinas, esta ciudad también tiene música y poesía».