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Betina Sandra Campuzano, docente e investigadora de la Universidad Nacional de Salta. Foto: Tomada de eltribuno.com

«Soy una especie de danzante que encuentra su sombra en Casa de las Américas»

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Por: Madeleine Sautié | madeleine@granma.cu

 

Argentina se llevó todos los premios en la reciente edición del concurso Casa de las Américas. En Ensayo de tema artístico-literario, el jurado votó por la obra Hace tiempo que caminas. El testimonio andino de la violencia política en el Perú, de Betina Sandra Campuzano, docente e investigadora de la Universidad Nacional de Salta.

 

Grato fue para Granma conversar con su autora, quien se define a sí misma como un producto de la Universidad pública de Salta, la UNSa. De tal denominación, nos explica:

 

«Como con las crónicas y los testimonios, en mi trayectoria ambas posiciones -profesora y escritora- están imbricadas, más aún si se trata de la universidad pública y el rol de docente investigadora. Creo que, en este otro híbrido de halcón y jicotea, que puede ser el docente investigador, en mi historia de vida, se han reunido dos cosas: un obstinado deseo, en el sentido psicoanalítico, y la posibilidad de acceso a la universidad pública y gratuita en Argentina».

 

–El título de su ensayo invita a leer…  ¿Por qué esa segunda persona? ¿A quién va dirigido ese título?

 

–El título responde a un fragmento de Ángel de Ocongate, un relato muy poético del autor peruano Edgardo Rivera Martínez. Comento breve su argumento: un danzante sin memoria anda errante por los poblados. Sin ayllu o comunidad, sin saber quién es, se encuentra en el camino con diferentes personas, desde una mujer hasta un pongo –que, en los Andes, es el indígena que hace tareas de servicio–.

 

Pero, nadie lo reconoce, hasta que se encuentra con un anciano que habla un quechua desusado, él sí lo reconoce y le dice: «Eres el danzante sin memoria, eres el Ángel de Ocongate y hace tanto tiempo que caminas”. Lo envía entonces a la capilla en Ocongate: “ve y mira”.

 

Allí, este forastero o errante se reconoce a sí mismo: entre las figuras de danzantes en relieve, halla su sombra en un contorno que está ausente, que fue alcanzado por una centella.

 

Entiendo que, en alguna medida, todos somos un poco ese danzante sin memoria, ese ángel del barroco colonial andino caído, alcanzado por el rayo, que anda en búsqueda de su memoria. Lo somos tanto los informantes y los testimoniantes de los textos que abordo en el ensayo, como nosotros mismos -los lectores, los escritores, los críticos contemporáneos- que buscamos que una comunidad nos reconozca como parte suya. De allí, quizás, esta segunda persona que nos interpela.

 

–Explícitamente, el ensayo refiere un tema de violencia…

 

–Sin duda, el testimonio como género consagrado con el Premio Casa de las Américas, justamente, ese híbrido entre halcón y jicotea como lo definiera Miguel Barnet, ha echado mano en su constitución a la investigación etnográfica y/o periodística, por un lado; y a las formas noveladas a partir de las herramientas que le proporciona la literatura, esto es, esos decires estéticos, por otro. Por supuesto, han corrido otras corrientes de aguas que nos han llevado a pensar en nuevas modulaciones del testimonio referido a la violencia en el siglo XXI y, más aún, si pensamos en memorias geolocalizadas como sucede en espacios como el Perú.

 

«Con esto quiero decir, al menos, dos cosas: primero, que, si bien recupero -como bien advierte el jurado de notables que intervino en el premio- las matrices del género testimonio, también trato de ampliar el corpus y con él, la noción misma del género testimonio. Lo entiendo, en todo caso, como un arco amplio de formas testimoniales que incluye testimonios más canónicos como el caso del etnográfico, otros más bien a cargo de letrados que ya no precisan intervenciones o mediaciones, y los hay también visuales o icónicos que introducen otra materialidad, por ejemplo.

 

«Luego, incorporo textos que no sólo son verbales sino también icónicos, materiales, corpóreos. En ellos, junto con la palabra, aparece la belleza del arte popular y sus miles de formas de evocación, como sucede con los retablos ayacuchanos, las tablas de Sarhua, las fotografías, y los cómics o las historias gráficas. Hay, en todos ellos, sin duda, una apuesta estética, una forma de mirar y tramitar el dolor a través del lenguaje poético, sea éste verbal o icónico. Víctor Vich, el estudioso peruano, por ejemplo, propone hablar de poéticas del duelo para referirse a estos dispositivos artísticos que permiten a las sociedades procesar sus duelos individuales y colectivos».

 

–Perú está evidentemente en sus estudios. ¿Desde cuándo le sedujo el tema?

 

–Salta está en el norte argentino. Este dato no es casual porque marca una pertenencia plural: por una parte, forma parte de la nación argentina, si pensamos en el siglo XIX y en un criterio sociopolítico; por otra, si vamos hacia tiempos más largos, y pensamos en términos culturales, se enmarca en los Andes.

 

Lo mismo podríamos decir de una Argentina del Gran Chaco y una mapuche, también. En el caso del norte argentino, hay una vibración cultural andina que nos atraviesa y que podemos hallar en la comida, en la música, en la toponimia, en la ropa, en los nombres de bares o restaurantes que echan mano a los quechuismos, y, por supuesto, en la literatura. Sobre esto último, en la universidad, hemos tenido durante una época una formación profunda.

 

«Por esta región, pasó el Qhapaq Ñam o el camino ancestral que, como un modo de comunicación, nos unía con Bolivia, Perú, Chile, Ecuador, por ejemplo. No resulta extraño, entonces, que muchos de los argentinos emprendamos nuestro viaje iniciático por Bolivia, atravesando Uyuni, La Paz y el Lago Titicaca, hasta llegar a Cusco y, por qué no, a Lima. Fue en uno de esos viajes, cuando con un grupo de amigos decidimos pasar año nuevo en el Cusco.

 

Entre los lugares que tenía agendados para visitar, estaba la Librería del Centro Fray Bartolomé de Las Casas. Pregunté allí qué testimonios recientes tenían -ya había leído Gregorio Condori Mamani. Autobiografía y Nosotros los humanos de los antropólogos Valderrama Fernández y Escalante Gutiérrez-. Entonces, el joven librero me presentó un testimonio sobre la violencia política peruana, en el que se intercalaban dibujos a mano alzada con los relatos verbales, al mejor estilo Guaman Poma de Ayala. Lo compré. Luego, supe que, además, su autor era un antropólogo y retablista. Y supe sobre cómo estos relatos icónicos y verbales se tradujeron en retablos tridimensionales que narraban en sus escenas los vejámenes sufridos por los campesinos.

 

«Este singular testimonio que me fascinó era Chungui. Violencia y trazos de memoria de Edilberto Jiménez Quispe. Y marcó, de cierto modo, el criterio de mi recorte: unos años antes, como estudiante avanzada, postulé a una beca del Consejo de Investigación de mi universidad (CIUNSa) para estudiar el testimonio hispanoamericano. Entonces, me encontré con Esteban Montejo y Miguel Barnet, con Domitila Chungara y Moema Viezzer, con Rigoberta Menchú y Burgos Debray, con Juan Pérez Jolote y Ricardo Pozas, por ejemplo.

 

–¿En qué momento asoman José María Arguedas y Antonio Cornejo Polar, lo cual refiere el acta de premiación?

 

–Me interesa pensar el testimonio en los tiempos largos. Y si bien, el recorte que realicé se centraba en el momento de la violencia política, el rastreo de sus matrices culturales, que también advierte el jurado del premio, me condujo a sumergirme en las profundidades, en el espesor del sistema o del archivo, como prefieran llamarlo. De allí, fui relevando la particularidad del testimonio andino que, según entiendo y postulo, se entronca más con una tradición arguediana y hasta colonial, si se quiere, que con la tradición del testimonio canonizado de corte etnográfico.

 

«Me explico: por ejemplo, hay ciertas figuras como sucede con los forasteros y los migrantes andinos que son recurrentes, que aparecen una y otra vez en la literatura de la colonia, luego en el indigenismo y más tarde en las narrativas de la violencia. Como el Ángel de Ocongate, como los forasteros coloniales, como Guaman Poma y su “camina el autor”, o como el niño Ernesto de Los ríos profundos, los testimonios andinos de la violencia están invadidos de migrantes, forasteros, errantes que se desplazan por la sierra, pero también por las distintas instituciones que intervienen en el conflicto armado.

 

«Así sucede con la autografía de Lurgio Gavilán Sánchez, que fue niño quechuablante reclutado por Sendero Luminoso, fue soldado del Ejército luego de ser capturado, fue aspirante para ingresar a una orden religiosa hasta que llegó a la universidad para convertirse en antropólogo. Cuando este soldado desconocido regresa a su comunidad, nadie lo reconoce hasta que se halla con un viejo que, en quechua, le dice que él ha visto, él es testigo del conflicto. Me gustaría que observen con esta secuencia de Memorias de un soldado desconocido de Lurgio Gavilán, uno de los testimonios que abordo, retoma toda la tradición de la forastería y la migrancia que ya conocemos de la mano de José María Arguedas en la literatura y de Antonio Cornejo Polar en la crítica latinoamericana».    

 

–Casa de las Américas cumple 65 años y en ese contexto gana el premio. ¿Qué significa para usted merecerlo?

 

–Otra vez, la memoria, el camino o la trayectoria. Cuando era estudiante avanzada, y obtuve la beca de investigación en el CIUNSa, leí Biografía de un cimarrón de Barnet y Me llamo Rigoberta Menchú de Burgos Debray. Bien sabemos que ambos son textos paradigmáticos, por distintos motivos, del proyecto cultural de Casa de las Américas e inauguran, sin duda, la institucionalización del género. Ese valor lo entendí tempranamente, pero lo que más me emocionaba del testimonio y del proyecto de Casa, en aquel tiempo de estudiante, era que se trataba de otra literatura, una más híbrida, que se escapaba del corsé disciplinario, que era una poética migrante que se desplaza de un territorio a otro.

 

«Unos años después, junto con unos amigos, decidimos viajar de vacaciones a Cuba. Llegamos, primero, dos de nosotros y decidimos salir a caminar por el malecón. Absortos en el camino, no nos dimos cuenta que habíamos llegado a Casa de las Américas. Cuando lo advertimos, le pedí a mi amigo, entonces, que entráramos a ver qué libros había.

 

El señor que atendía la librería nos recibió bien, pero nos explicó que debía cerrar antes porque ya empezaba la ceremonia de los Premios Casa de las Américas, que, si queríamos, podíamos quedarnos, que seríamos sus invitados. Aceptamos sin ninguna duda y, mientras mi amigo sacaba las fotos más hermosas de esa escultura imponente que domina el escenario, yo me emocionaba por escuchar quién ganaba ese año, justo, la categoría de testimonio.   

 

«Por todo esto, y más allá del imbatible prestigio que este premio tiene para la carrera de cada uno de los galardonados, para mí, este premio resulta un tejido insospechado, cuyos hilos se fueron trenzando a lo largo de veinte años por caminos impensados o, aparentemente, inconexos. Hoy, se trata de volver con un ensayo sobre el testimonio andino a la Casa del testimonio hispanoamericano.

 

Soy, en ese sentido, también, una especie de Ángel de Ocongate que encuentra su sombra en Casa de las Américas, que termina su errancia cuando se encuentra con el anciano que habla un quechua desusado y lo reconoce: eres una danzante sin memoria y hace tanto tiempo que caminas».

 

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