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“Fui como hierba y no me arrancaron”

Por Ijiel David Bonino
Escritor

 

Si entendemos que la vida de Fernando Pessoa y su literatura se presentan bajo el código del fingimiento, es decir, si lo fingido es paradójicamente lo que en verdad se piensa y se siente, si el disfraz rizomático de su escritura delinea la amalgama de una máscara auténtica, quienes leen lo que el poeta escribe “Sienten, en el dolor leído, / no los dos que el poeta vive / sino aquél que no han tenido”.

 

El discurso amoroso parece construirse según estas coordenadas. El secreto. Lo alusivo. La inocencia en sus múltiples bifurcaciones. ¿Quién se atreve a decir, a pronunciar, aunque más no fuese de un modo elíptico, el amor? ¿Cómo hilvanar desde un “yo” evanescente una escritura posible? Nombrar lo que se quiere nombrar en general sólo nos conduce a desfigurar y a entorpecer lo que se quiere decir. Roland Barthes dirá. “Lo que bloquea la escritura amorosa es la ilusión de expresividad: escritor, o pensándome tal, continúo engañándome sobre los efectos del lenguaje: la palabra «sufrimiento» no expresa ningún sufrimiento, por consiguiente, emplearla, no solamente es no comunicar nada, sino que incluso, muy rápidamente, es provocar irritación (sin hablar del ridículo)”.

Sobre lo “ridículo” (o no) del discurso amoroso volveremos más adelante. Con respecto a “lo secreto” Pessoa hace susurrar a los dioses, son ellos quienes nombran. El leguaje amoroso, siempre oracular, íntimo; cuyo destinatario es, si lo hubiere, el propio objeto de deseo.

 

Pessoa escribe: “¿Quién te dijo al oído ese secreto / que raramente diosas escucharon / Amor tan lleno de certeza y miedo / que es verdadero sólo secreteado?” En los siguientes versos concluye: “No fui yo porque no sé decirlo. / Otro no fue, porque no lo sabía. / ¿Quién rozó su cabeza en tu cabello / y te dijo al oído lo que sentía?”. Todo es opacidad, sospecha y sueño. Un discurso oscilante que va desde la esperanza al miedo, y del miedo hasta la resignación. Espereza vana de ser amado y resignación de no haberlo sido.

El poeta no admite nunca una ilusión de expresividad. La incertidumbre, y quizás, lo más complejo y doloroso por su tenacidad aparentemente irreconciliable – la certeza e incerteza simultánea que se despliegan en el mismo punto con respecto al objeto amado, si lo hubiese. ¿Es posible amar y desear algo con la misma extrema intensidad con la que se duda? La exasperación e ímpetu parecen seguidos de un abrupto escepticismo. La avidez de ser amado y comprendido, contrastan con la resignación estoica de una soledad impuesta por el Destino. “Amor fati” que Pessoa pone en boca, entre otros, del heterónimo Ricardo Reis:

 

ODA 114

 

No sólo quien nos odia o nos envidia

nos limita y oprime; quien nos ama

no menos nos limita.

Que los dioses me concedan que, desnudo

de afectos, tenga la fría libertad

de las cimas sin nada.

Quien quiere poco, tiene todo; quien nada quiere

es libre; quien no tiene, y no desea,

siendo hombre, es igual a los dioses.

 

Una Historia de amor: Fernando Pessoa y Ophélia Queiroz

 

El encuentro ocurrió a finales de 1919. Él tenía 31 años y ella 19.

Escribe Ophélia: “Respondí a un anuncio del Diario de Noticias. Tenía diecinueve años, era alegre, despierta, independiente y, contra la voluntad de mis familiares, decidí buscar un empleo. No lo necesitaba, dado que siendo la más joven de ocho hermanos y la única que no estaba casada, me consentían mucho y me daban todo lo que quisiera.

Tenía un diploma en francés después de haberlo estudiado durante cinco años, por lo que sabía escribir y hablar común y corriente el francés comercial, sabía escribir a máquina con casi cualquier tipo de marca y sabía también un poco de inglés”.

Sólo un tiempo después se produce esta escena. Imaginemos una oficina de la Baixa, Lisboa. Ophélia se presenta a una entrevista de trabajo como mecanógrafa. Es de mañana. Lleva puesto un vestido ligero. Tiene un ímpetu revulsivo en su mirada y está dotada de un temperamento sagaz. Él ya ejercía como traductor de correspondencia comercial en el establecimiento. Conjeturamos el encuentro. La muchacha levanta la mirada y se topa con un joven de bigotes oxidados por el tabaco, viste un traje negro; más tarde sabremos que el color obedece al luto por su padrastro, João Miguel Rosa, ex cónsul en Durban, Sud África. Así describe ella la primera impresión: “Tenía gafas, un sombrero con el ala alzada y con un moño puesto y llevaba puesto un corbatín. Y portaba los pantalones sostenidos con tirantes, como se solía hacer. No sé por qué me dieron tantas ganas de reír. Sólo con gran esfuerzo logré controlarme y decirle, en respuesta a su pregunta, que me encontraba ahí por el anuncio en el periódico”.

En aquella fábrica que comerciaba con cemento, en el número 42 de la Rua d’Assunção, comenzaría poco tiempo después una relación intensa, signada por un epistolario lúdico, tan sublime como pueril, como si de la pura escritura se tratase.

Queiroz refiere así el primer contacto físico:

“Un días se cortó la luz en la oficina. Freitas no estaba y Osorio, el cadete, había salido a hacer un trámite. Fernando fue a buscar una lámpara de petróleo, la encendió y la puso encima del escritorio. Un poco antes me había enviado una cartita donde sólo escribió: “le ruego que se quede”. Y yo me quedé, como para ver qué pasaba. Me acuerdo que estaba de pie, poniéndose el saco, cuando él entró en mi despacho. Se sentó en mi silla y yo me puse un poco nerviosa. Sin saber que decir, acabé colocarme el saco y me despedí precipitadamente. Fernando se levantó, con la lámpara en la mano, para acompañarme hasta la puerta. Pero de repente me empujó contra la pared; sin que yo lo esperase, me agarró por la cintura, me abrazó y, sin decir palabra, me besó apasionadamente como si estuviera loco”.

A partir de ese día, entre Ophélia y Pessoa se establecería una relación sentimental, que, con intervalos irregulares se extendería hasta la muerte del poeta en 1935.

¿Quién es el alter ego de quién en el lenguaje especular del amor? ¿Será la escritura la que intendente salvar, a escala, ese “dar lo que no se tiene a quien no es? Una hipótesis posible es pensar a un tal Fernando Pessoa, escribiendo cartas de amor en un café de Lisboa, un heterónimo posible que le escribe a una tal Ophelia, entelequia del deseo supuesto. Imaginado como único destinatario posible.

 

Las cartas de amor

 

Pessoa define con precisión en una esquela breve dirigida a Ophelia este género. Reflexiona acerca de lo que para él representa la escritura de una carta:

“No me conformo con la idea de escribir, quisiera hablarte, tenerte siempre a mi

lado, no tener que mandarte cartas. Las cartas son señales de separación, señales,

al menos por la necesidad de escribirnos, de que estamos separados.

No te extrañe descubrir cierto laconismo en mis cartas. Las cartas son para las

personas con quienes no me interesa hablar; para ellas escribo de buena gana. A mí

madre, por ejemplo, nunca le escribí de buena gana, precisamente porque la quiero

mucho. Quiero que sientas eso, que sepas que yo siento y pienso así al respecto,

para que no me encuentres seco, frío, indiferente. Yo no lo soy, mi Bebé pequeño,

almohadita mía color de rosa para clavarle besos (¡qué gran disparate!). Te mando

un muñequito chino. Y adiós, hasta mañana, ángel mío. Una multitud entera de

millares de besos de tu, siempre tuyo,

Fernando

P.S.: Osorio lleva el muñequito chino dentro de una caja de fósforos”.

 

Santiago Kovadloff, traductor del poeta, señala acerca del tono del epistolario que:

“Sorprende, en las Cartas, la abundancia de un léxico aniñado. En los momentos más intensos, Pessoa y Ophélia se tratan como chicos que están aprendiendo a hablar. ¿Un juego? Sin duda. Pero es en ese lenguaje infantil que expresan, constantemente, la ternura y aun el deseo que cada uno despierta en el otro. Ophélia a Fernando lo llama «filhinho» (hijito) o «bonequinho» (muñequito). Y le dice, arrebatada, que quisiera acunarlo en sus brazos. Él se dirige a ella llamándola «bebezinho» (bebito). Los besos que se envían, los que se dan y los que quisieran darse son «jinhos» («sitos») y «pombinhos» (palomitos) los pechos de Ofélia que Fernando quisiera acariciar.

El estilo epistolar de Ofélia es directo; escribe siempre con vivacidad, sin reservas. Todo lo que siente y le sucede, piensa y cree ingresa en tropel a sus cartas. Ellas recuerdan, por lo torrencial y espontáneo, a las páginas de un diario adolescente. No es así en el caso de Pessoa. Las suyas son cartas breves, medidas, sin arrebatos. El ingenio suple, a veces, la falta de espontaneidad y la notable pobreza informativa sobre su vida”.

¿Qué vida? Podríamos preguntarnos. ¿Qué modo de existencia se juega en el discurso amoroso donde “amar es pensar”?

Imaginemos otra escena, El ingeniero naval, Álvaro de Campos, tal vez el heterónimo más próximo al poeta, leyendo con el rabillo del ojo, a un costado de su escritorio, lo que el fingido ortónimo Pessoa escribía a Ophelia en las noches de insomnio. Álvaro de Campos escribe:

“Todas las cartas de amor son

ridículas.

No serían cartas de amor si no fuesen

ridículas.

También escribí en mi tiempo cartas de amor,

como las demás,

ridículas.

Las cartas de amor, si hay amor,

tienen que ser

ridículas.

Pero, al fin y al cabo,

sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor

sí que son

ridículas.

Quién me diera el tiempo en que escribía

sin darme cuenta

cartas de amor

ridículas.

La verdad es que hoy mis recuerdos

de esas cartas de amor

sí que son

ridículos.

(Todas las palabras esdrújulas,

como los sentimientos esdrújulos,

son naturalmente

ridículas)”.

Roland Barthes, en Fragmentos de un discurso amoroso dice: “La figura enfoca la dialéctica particular de la carta de amor, a la vez vacía (codificada) y expresiva (cargada de ganas de significar el deseo)”. Un ejemplo de esto lo encontramos quizás en los poemas entregados a Ophélia.

Quedé loco, quedé tonto,

mis besos fueron sin cuento,

y la apreté contra mí,

y la enlacé con mis brazos,

y así me embriagué de abrazos,

quedé loco y fue asÍ.

Dame besos, dame tantos

que preso de tus encantos

prisionero de tus brazos,

no sienta mi propia vida,

ni mi alma, ave perdida,

en tu cielo azul-amor.

Boquita de mis amores,

bonita como las flores,

mi muñequita que tiene

bracitos para abrazarme

y tantos besos por darme

como yo le doy también.

Botón de rosa, niñita,

cariñosa, pequeñita,

cuerpito de tentación,

ven a morar en mi vida,

dale en ti tierna guarida

a mi pobre corazón.

No descanso, no proyecto,

inseguro y siempre inquieto,

cuando no te veo, amor,

por besarte y no besarte,

por no colmar mi deseo

ni con mi beso mayor.

Ay qué tortura, qué fuego,

si estoy cerca de ella y luego,

hay nieblas en mi mirar,

y una nube cubre mi alma,

perdida ya toda calma

y yo sin poderla hallar.

 

Apostilla: el amor

 

“He llenado mi vida entera de recuerdos, los he hecho mi presente e incluso he permitido que tejieran mi futuro. Un corazón joven, abierto y desprevenido es un músculo propenso a guiarnos a ciegas por caminos que, erróneamente, a esa edad, creemos eternos. Cuando una mujer despierta un día con el cabello gris y las manos manchadas, pocas cosas pueden importarle ya, pero existen instantes anclados en los años pasados a los que se aferrará como si de ello dependiesen sus últimos días de aliento.

 

Aquel día salí de la oficina cansada, el patrón había descargado sobre nosotros ese mal humor que de vez en cuando lo acompañaba en las oscuras tardes de invierno en Lisboa, cuando el mar asoma ceniza y las calles se desnudan antes del anochecer. Tenía la costumbre de caminar sola, no temía hacerlo pese a las continuas advertencias de mis hermanos. La oficina estaba emplazada en la rua da Assunção, era el segundo piso de una finca antigua en la Baixa. Recuerdo aquellas estancias oscuras a media tarde, el sol bajo no lograba nunca asomarse y entonces nos invadía a todos una tristeza extraña, como si un domingo somnoliento se fragmentase en tarde y se instalase en nuestras mesas, entre los papeles. El patrón no nos trataba mal, tampoco bien. Éramos suyos cinco días a la semana, de sol a sol, nuestra vida era el patrón. Con las fiestas del cambio de año nos regaló a cada uno una botella de Porto Quinta de Mendiz y permitió que termináramos la jornada del viernes una hora antes. Nunca había hecho nada semejante. Su alegría debió traspasarle, rebosarle. Aunque al lunes siguiente, el primer lunes de 1920, su voz, su semblante volvían a ser el del patrón.

 

—Ophelia Queiroz —gritaba— su juventud no le da a usted derecho a trabajar menos que sus compañeros.

Durante mi paseo de regreso a casa sentí cómo esa juventud pasaba de largo, lo hacía sigilosamente, como si de ese modo yo no tuviera más remedio que dejarla ir. Hoy, tantos años después, aquel sentimiento emerge desolador, doloroso; y en cierto modo se revela como un momento crucial en mi vida, un momento que intuí, pero al que, desgraciadamente, no presté toda la atención que debía. No sé si por necedad o por juventud, quiero pensar que fue esto último. Aquel día mis pies no pisaban firmes los baldosines, estrenaba mis primeros zapatos de tacón y mi cuerpo no se hacía a ello. Tenía el propósito de crecer rápido, quería ganar mi dinero, demostrar que, pese a ser la pequeña de una familia acomodada, era perfectamente capaz de valerme por mí misma. Tenía un buen sueldo, había logrado aquel trabajo sin problemas después de cinco años estudiando francés, inglés y dactilografía. Pero aquel día, mientras las baldosas de piedra atrapaban mi tacón entre la imperfección de las grietas, sentía cómo súbitamente los años se tornaban monótonos y el futuro se coloreaba incierto. Ese pensamiento cobró una nitidez repentina que logró inquietarme. Apenas tenía veinte años, esa pertinaz monotonía que de repente parecía superarme carecía de sentido. No podía quejarme, tenía todo lo que necesitaba y profesionalmente no me podía ir mejor. Pese a ello, yo ya sabía que no continuaría muchos años más en aquella empresa textil, sabía que la vida me guardaba asuntos algo más excitantes que un trabajo de dactilógrafa comercial. Soñaba con viajar. Hablaba tres idiomas sin problema, estaba preparada para abrir la puerta al mundo y dejarlo entrar, para caminar, construir y, bueno, sobre todo estaba preparada para vivir. Yo quería vivir. La inquietud que me perseguía aquel día no parecía tener realmente un nombre, era más bien borrosa y contradictoria. Quizá por eso me ha acompañado todos estos años. Era cierto que el día anterior había tenido un pequeño incidente en la oficina con Fernando, compañero de trabajo por aquel entonces, pero por algún motivo que en aquellos momentos no supe interpretar, ese incidente se había instalado en mi conciencia como lo hace una mosca en la cola de un caballo, con insistencia desordenada. Desde el primer día que empecé a trabajar pude sentir su mirada cansada revivir en mí, resbalar por mi vestido, detenerse con descaro en mi boca. No me desagradaba, es cierto, pero tampoco me prestaba a ello, quizá lo que realmente hacía era simular que la evitaba. Las mujeres somos siempre de esa manera, ¿no? Nos gusta dejar la calle poco señalizada para observar el caminar del hombre cuando este se aproxima. El incidente lejos de haber resultado desagradable fue más bien cómico, algo desmedido quizá, un poco teatral. Supongo que mi inexperiencia con los hombres me alejaba mucho de malinterpretar sus gestos. Cada una de aquellas muecas, cada adjetivo, el brillo de sus ojos tras sus absurdas lentes, el bigote conciso, la blancura casi enferma de su piel, las he dibujado miles de veces en mi memoria, tantas que ya no sabría qué sucedió en realidad. Era ya casi el final de la tarde, la luz de la oficina se había ido, la estancia se sumió en una oscuridad densa y precipitada, él se acercó apenas unos minutos después con un quinqué a la mesa de mi escritorio y lo colocó junto a mí. Su rostro se tornó anaranjado y su palidez desapareció.

 

—Quédate —me dijo.

En la oficina ya no había nadie, tan solo nosotros. Me levanté bruscamente. No tanto por temor, sino por lo precipitado de la situación. Pensé en alcanzar cuanto antes el abrigo y salir de ahí. Consideraba que era lo correcto y lo intenté, pero él no me lo permitió. Abrió los ojos, colocó sus lentes derechas y, sin apenas darme tiempo a prepararme para lo que tenía que decirme, de su boca salieron un montón de frases con afectación, con artificio. Era una declaración de amor apresurada, demasiado teatral. Llegué finalmente junto a mi abrigo, pero sus manos y su boca fueron a buscarme con una torpeza apasionada que pocas veces volvería a repetirse. ¡Qué fácil hubiese sido zafarse! ¡No volver a aquella oficina! Una decisión así hubiera convertido mi vida en otra, el futuro se hubiera reescrito en ese instante, pero el suyo seguiría siendo el mismo, inalterable. Pero volví al día siguiente y tuve el descaro, ¡el absurdo descaro!, de buscarle. Sí, quería sentir aquella mirada de nuevo, vestirme con ella, desnudarme con ella. Fue entonces cuando decidí estrenar los zapatos, quería que notase algo diferente en mí, algo que le llamase la atención. Quería que la luz de la oficina se fuera de nuevo cada tarde, ver el quinqué en mi escritorio arrancar la palidez de su cara, sentir sus brazos en mi cintura y el pelo de su bigote arañándome la boca. Por más que mis ojos se afanaban en encontrarlo, él aquel viernes no apareció por la oficina.

Me apoyé en unos de los portales de la rua da Prata, de camino a Santa Justa, para ajustarme las medias que los zapatos nuevos me descolocaban. Entonces sentí mi cuerpo otro, lo contemplé como nunca lo había hecho: con deseo. Ese deseo que el día anterior había tenido tan próximo, tan torpe, tan afectado y real a la vez. Podía no haber prestado atención a nada de aquello, no alimentarlo. Podía, sí, pero no lo hice. Hoy sé tantas cosas que en aquellos años ignoraba, ¡qué estúpida fui! Llegué a casa más cansada todavía, me pesaban los pensamientos, desordenaban el final de la tarde, me llevaban muy lejos. Fue en ese momento cuando Fernando apareció entre la tenue luz de las farolas. Su traje oscuro parecía haber estado siempre ahí. Era un objeto más de la ciudad, una esquina, una mancha de aceite, un árbol desnudo. Lo llamé por su nombre, no respondió. Sus ojos asomaban distintos desde sus lentes, sus manos ocultas en el abrigo querían salir de él. Lo llamé por segunda vez. No respondió. Permanecimos así varios minutos. Finalmente hizo un gesto con el brazo y giró levemente la cabeza. Esperé inmóvil yo también. ¿Era algún juego? Creí con ingenuidad que dos amantes cualquiera en una situación así se hubieran abrazado para contener la noche, para prolongar la tarde y hundir sus cuerpos en el calor común. La distancia que había entre ambos era de apenas unos metros, dos para ser exacta. Pensé en aproximarme, hacerlo hubiese sido una invitación que no me correspondía a mí. Seguí quieta. Él sacó del bolsillo de su abrigo una carta y, con ademán inseguro, la extendió hacia mí. Fue entonces cuando decidí avanzar y cogerla y también fue entonces cuando me habló. Su voz era bella, siempre ha sido bella. La voz del poeta aunque callada es bella.

 

—Me envía Fernando Pessoa —me dijo.

—¿Fernando? —respondí yo llena de sorpresa—. Entonces —continué—, ¿a quién tengo el gusto de tener frente a mí sino al mismísimo Fernando?

Contuve la risa. No era una risa, risa. No. Era una mueca de simpatía, un atisbo de complicidad que no llegó a recorrer el espacio que nos separaba.

—Soy el ingeniero Álvaro de Campos —añadió haciendo un gesto de cortesía con el sombrero.

 

No respondí, tan solo estaba ahí de pie sin saber muy bien qué decir, qué añadir. Y, por primera vez, me sentí como luego me sentiría muchos años más: en un sueño, en su sueño. Una mujer madura, consciente, lista hubiera rápidamente reaccionado a todo aquello, quizá le hubiera tildado de chalado y la historia no se habría escrito más. Pero yo, en 1920, no era ninguna de aquellas cosas. Fernando o Ricardo, ya qué importa, se alejó como si yo no existiera, como si dentro de aquel traje oscuro no hubiera un hombre sino una proyección, un fantasma, una ilusión óptica quizá. Subí a casa con la carta en la mano. La abrí sin temblor, apenas sin curiosidad. Sabía que rebosaba de versos, de palabras, de música. Sabía que en ella se clamaba a la perfección del amor. Sabía que aquel barullo de términos no debía sonarme alto, no debían gritarme, ni conmoverme. ¡Qué estúpida fui! Ocurrió exactamente lo contrario.

 

Hoy estoy convencida de que fue en ese momento cuando el desamor plantó su primera semilla, cuando mi juventud comenzó a envejecer. Cuando un poeta te abre su corazón mientras con su pluma te inventa, no puedes cerrar el tuyo, este se abre solo. La música reblandece cada músculo, las palabras amables, vestidas de belleza, hacen el resto. Fernando se convirtió en mi sombra, en la figura de un padre tierno, de un amante fugaz, un compañero de juegos infantiles. Su presencia cotidiana, intensa, callada, envolvía mis días, me quitaba el poco aire que aquella calle y aquella oficina me dejaban. Pasaron los meses, pasó casi un año. En ocasiones yo miraba el río que nos acompañaba en nuestros paseos como quién mira un tren, una salida al horizonte donde la luz se respira, donde la libertad se respira, donde el presente es ya futuro. Me aferraba al devenir de sus aguas y solo un pensamiento me rondaba cada tarde por la cabeza, irme allí donde el río podía llevarme; abrazarme a un trozo de madera y dejar atrás absolutamente toda mi vida, esa vida que yo estaba inventando. Imaginaba un hogar, un matrimonio feliz, imaginaba que podría cuidarle, quererle sin más. ¡Qué estúpida fui! ¿Una vida normal? No me daba cuenta de que él no era como los demás hombres, me empeñaba en convencerme de que sí, de que junto a mí tendría una vida convencional, felizmente convencional. Hoy no puedo evitar sonreír ante tanta necedad. Hoy sé que toda su vida había estado hecha de fragmentos esparcidos por los años donde su pluma construía todos tus universos, universos que luego visitaba como un nómada, un vagabundo. Era demasiados hombres al mismo tiempo, demasiados espejos, demasiadas conciencias. Yo pretendí cambiar todo eso, yo, Ophelia, quise ser su límite, su realidad, la única realidad que él tuviera. Era un sentimiento extraño, y hoy se vuelve triste, triste por lo que tenía de imposible. Al fin y al cabo, yo para él no era real. Al principio me costó entenderlo, pero con el tiempo eso cambió. Sus cartas fueron convirtiéndose en una prisión para ambos. Una prisión, sí, donde la pluma del poeta se iba volviendo cruel, infeliz. Y donde mis planes de futuro se convertían en una soga que lo iba poco a poco asfixiando. Llegué a detestar a Fernando, su figura paseando bajo mi ventana, su oscuridad, su desazón. ¿Era realmente su vida un sueño? ¿Era yo parte del sueño del poeta? Yo le necesitaba cada vez más, necesitaba poseer sus horas en el Café de Arcada, ser parte de su vida excéntrica pero tierna. Tener un sitio en ese viaje que transcurría a través de las horas del día, porque él no entendía de otras ciudades, su ciudad eran todas, su montaña era siempre la misma montaña que se repetía a lo largo de continentes ¡y su mar!, uno solo. Yo estaba dispuesta a compartir con él su desasosiego, su soledad. Me equivocaba al intentar retenerlo, al intentar cambiarlo por otro, me equivocaba y lo sabía, pero me resultaba imposible dejarlo ir. Mi pasión por él era mayor cuanto más se alejaba él. Incluso tuve que fingir. Fingí muchas veces enfados, fingí intrigas familiares, fingí enfermedades. Sus cartas se tornaron falsas, adornadas con excusas, con reproches cordiales. Desapareció de repente el niño y nació el viejo taciturno, el viejo abandonado a sí mismo. Apareció el poeta que inventaba el amor a su medida, el poeta al que le asustaba la vida porque no sabía cómo vivirla. Un hombre errante dentro de sí, sin una esquina donde yo pudiera habitar, esperarte. Los días previos al incidente en la oficina, a ese giro o resbalón que dio mi vida, yo ya había reunido la cantidad suficiente de dinero como para comprar la libertad que ansiaba y no tenía pena, ni aflicción por lo que dejaba atrás. Había planeado irme cuando la ciudad adormilada no reparase en mi sombra, cuando el río descendiese fuerte y vivo. Poca gente lo sabía. ¿Qué hubiera sucedido si pese a todo me hubiese ido? ¿Habría estado Fernando esperándome? Quizá hubiera volcado sus lentes entre las hojas, buscado mi olor en la oficina, mi silueta subiendo por la rua da Assunção. Quizá el poeta hubiera desplegado sus versos, su ensoñación, su melodía hecha de lluvia, la misma lluvia. ¿Habría mandado a todos ellos a buscarme, a los que viven en él, a los que murieron en él? Álvaro, Bernardo, Fernando… Es cierto que, años más tarde, después de nuestra primera ruptura, yo fantaseaba con irme e imaginarlo enfermo por mi ausencia, desesperado, celoso de otros. Que si me alejaba para siempre sus versos se marchitarían estrangulado al resto del poeta. ¡Qué estúpida fui! Pobre escritor de vidas ajenas que no conoce el amor, que no entiende de mujeres, que solo las contempla dentro de su ensoñación. Mujeres irreales, sí, y por eso perfectas. Hoy sé que siempre estuve ahí junto a Bernardo Soares, atrapada en su ficción, convertida en la mejor de las criaturas. Esa criatura que en la vida real tenía un nombre: Ophelia. ¿Fingía el poeta su amor y su dolor para poder así escribir los versos que le salían del corazón? ¡No! El poeta a quién amaba era al reflejo de la mujer real, al sueño que Bernardo había construido en la calle Doradores. Y mientras todo aquello sucedía, mientras su pluma iba y venía de habitaciones cada vez más pequeñas, más lejanas, yo dejaba atrás mis años, mi juventud, mis anhelos, mis planes. No es posible amar a quien no se conoce. No es posible amar a quién vive la vida como un misterio donde el camino hacia todo lo construye el tedio de estar vivo. Su pluma me escribía cartas desde sus propios fragmentos, desde todos y ningún sitio. Me escribía cada día para conciliar el sueño mientras yo lo perdía.

Antes de aquella tarde en la que el quinqué arrancó la palidez de su cara, yo amaba las otras montañas, las que están más allá, la lluvia sobre el mar, los otros atardeceres, lejos de esta ciudad, lejos de la librería inglesa, lejos del café Arcada. Amaba la claridad, no la vaga oscuridad con la que se tiñó mi vida ya asfixiada por su indiferencia. El sueño se agrietó, el poeta iba muriendo de conciencia en conciencia, los hombres que había en él se desvanecían para resurgir luego inmortales en la gran obra que había empezado a escribir sabiendo que lo sería. ¡Qué estúpida fui!

Hoy, setenta años más tarde, setenta años mal vividos, tengo en mi regazo algunos libros que él soñó y gritó, pero que no llegó a ver, varias carpetas de fragmentos desordenados de sí mismo, un puñado de cartas descoloridas y la certeza de que solo pudo ser como él quiso que fuera”.

O.Q

Lisboa 1991

Pessoa responde:

“Fui como hierba y no me arrancaron”

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