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Milei y la Argentina del gaucho Martín Fierro

Por Pedro Jorge Solans

Para www.fuentesinformadas.com

 

El avasallamiento, el atropello, el saqueo que sufrían los gauchos trabajadores rurales por parte de los invasores que hacían flamear las banderas del progreso liberal

 

El presidente de Argentina, Javier Milei en menos de 60 días en la Casa Rosada orientó su gestión a destruir la Argentina colectiva orientada a incluir la mayor parte de sus habitantes y mejorar la distribución de la riqueza, es decir, un país más acorde a la Constitución Nacional que dio origen a esa nación liberal del siglo XIX y cuyo fundamento estuvo sostenido por las Bases escritas por Juan Bautista Alberdi.

“Una vez elegido, sea quien fuere el desgraciado a quien el voto del país coloque en la silla difícil de la presidencia, se lo debe respetar con la obstinación ciega de la honradez”, escribió Alberdi en Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, un trabajo que fue en 1852 y que les gustó tanto a Milei que copiaron el título para su Ley Ómnibus que se llama Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos.

El texto fue una especie de borrador de la Constitución que se votó en 1853. De hecho, Argentina se hizo sobre esas ideas. Si lo de Alberdi quiso ser el arranque de un país que estaba empezando a hacerse, lo de Milei sería la continuidad de ese proyecto.

Sobre cómo debe ser un presidente para el país que está imaginando. Pero ¿facultades delegadas? ¿Aceptaría Alberdi, el padre de la Constitución, dar al Ejecutivo un poder tan grande como el que pide Javier Milei? ¿Milei sigue la senda de Alberdi o busca gobernar como un dictador?

Las Bases de Alberdi escrita en medio del siglo XIX, apenas treinta y seis años después de la declaración de la Independencia, todavía no estaba oficialmente abolida la esclavitud y las mujeres estaban lejos de tener derechos políticos. De hecho, las elecciones de 1853 se hicieron con voto cantado:

—¿Qué libertad hay sin secreto? —y participó apenas el 1 por ciento de la población. Así ganó Justo José de Urquiza.

Aún los gritos y disparos de los unitarios y de los federales no habían callados cuando Alberdi siguió pensando: “yo no veo por qué en ciertos casos no puedan darse facultades omnímodas para vencer el atraso y la pobreza, cuando se dan para vencer el desorden, que no es más que el hijo de aquéllos”, escribió Alberdi.

Claro, el prócer liberal argumenta que, si no es tan raro dar poderes especiales en caso de agresión externa o guerra, en la antigua Roma se elegía a alguien para eso y se lo nombraba “dictador”.
Juan Bautista Alberdi no quiso una autocracia, escribió en la Constitución. Fuerza sí, pero en un marco legal: “Dad al poder ejecutivo todo el poder posible, pero dádselo por medio de una constitución”.

Y, en tiempos en que la corrección política no existía -esto también lo toman muchos ahora- compara las virtudes inglesas con el “salvajismo” indígena, en términos de adhesión a un superior: “Una simple cosa distingue al país civilizado del país salvaje; una simple cosa distingue a la ciudad de Londres de una toldería de la Pampa: y es el respeto que la primera tiene a su gobierno, y el desprecio cínico que la horda tiene por su jefe”.

Alberdi creía que había que poner todo el poder de fuego en avanzar hacia la prosperidad, de la manera en que él entendía que se avanzaba. Y que para eso valía la pena romper unas cuantas precauciones.

Pero la época es otra, el mundo es más interactivo que en el siglo XIX, ahora esos países civilizados para Alberdi, industrializados, se cierran en protección de su producción y fuentes de trabajo; en tanto, su supuesto continuador abrió “la toldería” que sería Argentina a los grupos hiper concentrados de la economía y de la especulación financiera, a través de una Ley denominada Ómnibus por la cual quiere implantar un modelo a su medida, que nos retrotrae a un siglo atrás, limitándonos a la condición de meros proveedores de materias primas y como mercado de consumo de productos importados.

Nos retrotrae a una sociedad de gauchos penando, en una miseria absoluta, la mayoría descendiente del emblemático Martin Fierro, para que solo el 1% de la población se paseara por las capitales mundiales como a principios del siglo XX donde, en Francia, cuando alguien tenía plata, decían “Es rico como un argentino”. Pero de ninguna manera significó que Argentina estaba lleno de ricos o que todos eran ricos. Era solo una elite. Argentina no era Suiza.

 

Volverá Martín Fierro

La obra insigne de la argentinidad escrita en 1872 por José Hernández, El gaucho Martín Fierro, muestra a uno de los personajes más representativos de la región. El autor puso su empeño en defender a los paisanos de las injusticias cometidas contra ellos en la organización nacional.

Martín Fierro fue un gaucho trabajador de las pampas bonaerenses, que vivía con su mujer y dos hijos, cuando fue reclutado forzosamente para servir en un fortín e integrar las milicias que luchaban defendiendo la frontera argentina contra los pueblos nativos dejando desamparada a su familia. Su autor buscó reflejar la mentalidad y las condiciones de vida de los habitantes rurales del siglo XIX, en las pampas, la denuncia de la corrupción, entendida como el manejo que hacían ciertos funcionarios públicos en su beneficio propio.

El avasallamiento, el atropello, el saqueo que sufrían los gauchos trabajadores rurales por parte de los invasores que hacían flamear las banderas del progreso liberal: los poderosos contra los vulnerables. Esos saqueos bien descriptos por Hernández en su obra generó un innumerable abanico de aliados y críticos, entre como no podía ser de otra manera involucró al poeta Jorge Luis Borges, estudioso del poema costumbrista:

(…) creo que, si hubiéramos resuelto que nuestra obra clásica fuera el ‘Facundo’, nuestra historia habría sido distinta. Creo que, razones literarias aparte, es una lástima que hayamos elegido el ‘Martín Fierro’ como obra representativa. Porque ella no pudo haber ejercido una buena influencia sobre el país. (…) pensemos en lo triste de que nuestro héroe sea un desertor, un prófugo, un asesino y una especie de forajido sentimental, además, que, sin duda, no existió nunca.

Borges hubiese preferido hasta El matadero de Esteban Echeverría antes de la exaltación de las injusticias que padecieron los gauchos, en esa guerra desigual que se libró entre un estado incipiente y los verdaderos propietarios de la tierra.

Tal vez, si el presidente Milei hubiera leído al Martín Fierro en vez de participar en varios programas televisivos reality show no hubiese avergonzado tanto a los argentinos en su participación en la reunión anual del Foro Económico Mundial en Davos 2024 donde habló a contramano del rumbo mundial, aplicando la teoría de los falsos datos en una especie de clase básica de economía para quienes querían escuchar elogios innecesarios en un momento complejo para la economía global.

También se hubiese ahorrado demostrarse tan descreído del sistema democrático, que cada vez que tiene posibilidad lo argumenta explicando la teoría de la decisión, la paradoja de Arrow o teorema de imposibilidad de Arrow que establece que cuando los votantes tienen tres o más alternativas, no es posible diseñar un sistema de votación …

El presidente Milei dijo en uno de los párrafos de su disertación en Davos: “…Nosotros estamos acá para decirles que los experimentos colectivistas nunca son la solución a los problemas que aquejan a los ciudadanos del mundo, sino que, por el contrario, son su causa. Créanme, nadie mejor que nosotros los argentinos para dar testimonios de estas dos cuestiones.

Cuando adoptamos el modelo de la libertad, allá por el año 1860, en 35 años nos convertimos en la primera potencia mundial…”

El período, al que se refirió el presidente fue el más brutal sangriento y sacrificado que vivieron los argentinos. Fue la época de los gauchos penando muy representado por el Martín Fierro. Se estaba saliendo de una larga y feroz guerra civil y el país se organizaba a base de unas cuantas acciones bélicas repudiables, desde el genocidio de los pueblos originarios hasta la cruel Guerra de la Triple Alianza donde Argentina Brasil y Uruguay en favor de los intereses ingleses intentaron desaparecer a Paraguay, el país más pujante de Sudamérica del siglo XIX.

Además, cómo explicáramos en párrafos anteriores, Argentina nunca fue potencia mundial pese a las estadísticas leídas por Milei frente a los economistas y empresarios del mundo. Solo tuvo una élite que “tiraba manteca al techo” en las narices de una Europa hambreada de fines del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial.

 

Los primeros caídos del libertarismo

El coordinador del Centro de Estudios e Investigación Social Nelson Mandela, Rolando Núñez, dejó escrito antes de fallecer que los primeros caídos del liberalismo a ultranza serán los pueblos originarios, principalmente, los tobas que hasta ahora resisten porque desarrollaron un genoma espectacular: «Han desarrollado un genoma impresionante.

Vivir en esas condiciones y llegar a los cincuenta años, a los sesenta, no es un éxito; es extremadamente inexplicable. Cualquiera estaría en tratamiento, pero ese genoma ha permitido la supervivencia de estas comunidades. La pregunta es hasta cuándo, porque no tienen agua, prácticamente no comen, y lo que comen es una dieta absolutamente desbalanceada, que está compuesta de grasa, harina, sal y azúcar».

El investigador dedicó parte de su vida a trabajar para visibilizar el exterminio de los pueblos originarios del Chaco argentino y definió a «la situación aborigen como un desastre humanitario que se ha convertido en un genocidio silencioso».

El 70% de la población vive por debajo de la línea de pobreza y existe un 32% por debajo de la línea de indigencia a consecuencia de un modelo de producción excluyente.
En ese caudal de pobreza e indigencia se encuentran las comunidades aborígenes. En ese 70% de pobres y 32% de indigentes están los aborígenes que totalizan entre 50.000 y 60.000 personas entre las etnias tobas, wichis y mocovíes.

En estas comunidades, el 98% de la población está por debajo de la línea de indigencia, y la primera conclusión, que, al menos, existe un desastre humanitario y, eventualmente, hay un genocidio. Si además tomamos que esa población tiene desnutrición extrema, tuberculosis, y demás enfermedades seguidas de muerte, estamos hablando de un desastre. Pero también existe la vinchuca con el Chagas. Si uno revisa los datos del Plan de lucha contra la enfermedad se puede llegar a la conclusión de que está vaciado.

Cuando tiene personal, no tiene motores. Cuando tiene motores, no tiene combustible. Cuando tiene combustible, no tiene insecticida. Cuando tiene insecticida, no tiene medicamentos. Cómo se silencia esta realidad con estadísticas falsas, ficticias. Los ranchos están infestados de vinchucas. Se debe entender que donde está el monte, está el aborigen, donde está el aborigen está la vinchuca. Ese trípode conduce directamente a la muerte. Y en ese contexto, la mortalidad infantil es terrible. En los últimos meses, en la zona del Río Bermejito, el Centro Mandela encontró siete muertes. Todos aborígenes, mayoritariamente menores de un año, algunos recién nacidos.

La pregunta es: ¿por qué nadie se preocupa? —porque estos sectores están en vías de extinción, y, por último, porque son poblaciones sobrantes.

Núñez explicó que «lo más importante que tienen los aborígenes son las tierras, el monte, y en el esquema de productividad del modelo de agricultura industrialista que quiere potenciar Milei en Argentina es obvio que no entran».

El desmonte generalizado está dejando un suelo desertificado en vastas zonas aledañas a Pampa del Infierno. «Yo no me animaría a decir que ser trata de un plan. Pero no se puede descartar porque funciona tan bien para destrozar todo. Es perfecto, no hablemos de plan, pero son personas que se conocen tan bien, que hasta inconscientemente coinciden en sus proyectos», afirmó Núñez.

En este esquema, donde el que tiene más cada vez tiene más, las comunidades aborígenes no tienen lugar. Sobran. Ahora, ¿cómo es la naturaleza, que no se han extinguido hasta ahora? Bueno, estas son las cosas que no se explican desde el punto de vista de la biología manejada en términos de la racionalidad.

¿Cómo resisten?, se pregunta el ex titular del Centro Mandela.

Para el titular de la Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores (UATRE), José Antonio Voytenco, destacó que en la fecha que resalta el presidente Milei es donde más nítidamente chocaron los intereses de ambos sectores. Y como pasó muchas veces, los intereses del sometimiento, de tener a la gente hambreada, a la gente sometida, sin ningún tipo de posibilidades, apelaron a la violencia, y todas las represiones se dieron en la época que va desde 1910 a 1930.

 

La vida que resiste

El N‘viké (violín de lata qom toba) respira un latido toba que languidece en el monte Impenetrable. Pero resiste. Es el sonido que sobrevive, que suena como lo toca el luthier toba Gregorio Segundo: “la vida no es morir de a poco. No hay cuervo blanco que imponga holocaustos, genocidios, matanzas, masacres, exterminios, aniquilamientos”. ¿Qué puede sentir el cuervo blanco cuando se posa sobre la carroña repleta de ratas?

Un sábado de primavera había amanecido espléndido, como nunca, en octubre, en el Chaco-sol de raíces tupidas. Ingresamos en ese monte que irradia calor, y siente un viento Norte que irrita, un viento Norte que empuja serpientes a buscar oxígeno, y los yacarés hacen globitos en los charcos.

Ingresamos en ese Chaco olor a madera y tierra recalentada, que ya ni siquiera es parte de un país doliente; sino escenario de un desastre humanitario: lo más degradante que puede vivir una nación: ¿Guerra? ¿Fenómeno natural? ¿Tragedia imprevisible? No. No, no, no… Sencillamente un ensañamiento feroz de la ambición global. Esa voracidad que se chupa la sangre de la ternura, se chupa el tanino de los fuertes, se chupa la belleza natural.

Esa voracidad de la conquista eterna que asimilamos todos y que nos lleva a ser actores vigilantes de la acumulación de riquezas y marcadores de desigualdades. Un ensañamiento feroz. Y mientras crecemos nos inyectamos en vena esa fuerza destructiva, que termina en asesinatos, en masacres piadosas, en muertes justificadas, en miserias contenibles, en basuras humanas.

Esa fuerza destructiva que termina con nosotros, mientras el N‘viké suena como lo toca Gregorio Segundo.

Ese sábado de octubre, a las 8, la camioneta conducida por Rolando Núñez dejaba atrás la Villa Río Bermejito, y enfrentaba un precario puente de madera, —único paso— sobre el lecho del río, portal de El Impenetrable y tranquera del desastre humanitario más cercano que tiene el distraído pueblo argentino.
Cerca de 20.000 tobas esperan, desnutridos, que un virus, una bacteria, un germen, o cualquier obstáculo acelere su proceso al destino inevitable. La cruda realidad presenta a la población qom en formato límite de las dimensiones humanas.

La camioneta penetró los diferentes parajes, como una nave aeroespacial que sorprendía a los habitantes: el asombro se mezclaba con la esperanza de que algo podía traer. Pero lo que más llevaba el rodado era la discusión de dos reporteros gráficos:

El estadounidense David Rochkind había trabajado en varios países de Sudamérica y vivió de cerca la invasión a Irak. El argentino Santiago Solans hacía su primera experiencia extrema. Ambos habían sido testigos en Juan José Castelli —la última ciudad chaqueña, antes del monte— de la discriminación, el desprecio y la sistemática desidia con que se atiende a la población carenciada y, sobre todo, a las etnias originarias.

Ambos gatillaron sus máquinas en el hospital Martín de Güemes, en Castelli, cabecera de la Zona 6 de Salud Pública del Chaco, y registraron enfermos, vivos muertos y muertos vivos. Fotografiaron, inexplicablemente, cómo se respira la tuberculosis, cómo asfixia el mal de Chagas y cómo sonríe la muerte cuando es perversa y en dosis de inmoralidad e indolencia termina ganando una pulseada.

Los fotógrafos canjearon el colapso de las cloacas por los olores ácidos, penetrantes, de la piel milenaria, del dolor ancestral, los zumbidos y los mareos que expiden las salas para enfermos de tisiología. Todo se volvió una postal de impotencia. David Rochkind bajó su máquina y buscó la mirada de Santiago Solans, y casi confesándose, dijo en un castellano «agringado»:

—Nunca vi, en mi vida, un enfermo de tuberculosis. —Santiago lo miró con ojos bien abiertos. Fue un instante. Y gatilló a una madre joven qom dándole agua sucia verdosa, de charco, traída por sus parientes porque habían cortado el agua en el hospital, el bebé deshidratado bebía en la sala de neonatología.
—Sí. Algo se huele en el aire —respondió Santiago. Se huele en las plazas, se huele en las calles, se huele…
—¿Qué se huele? —preguntó en su español torcido David Rochkind
—El genocidio —respondió Santiago. Lo hizo rápido, firme y cabizbajo. David hizo silencio y con la cámara al hombro, empezó a caminar al lado de Santiago.

—Aaa mí no parece genocidio. Creo yo que genocidio es cuando existe un plan de muerte, sistemático. Y aquí no hay. Habrá desidia, negligencia, pero no plan para
matar gente. —Pausadamente explicó el estadounidense, que contó que también había estudiado sociología.

El coordinador del Centro Mandela, Rolando Núñez escuchó la explicación de Rochkind y dirigiéndose a él casi fastidiado, preguntó:

—¿A vos te parece que a una población desnutrida y enferma si el Estado no le da de comer ni la cura no es genocidio? ¿Y si no es genocidio qué es?
—¡Pero Rolando, no es genocidio! ¡Puede ser otra cosa, pero genocidio estoy seguro que no! —contestó David.

—Sin el ánimo de ofenderte. Lo que pasa es que a ustedes los preparan para que salgan a distintas partes del mundo a justificar las barbaridades que generan —señaló Núñez.

David Rochkind se cobijó en el silencio. La camioneta había pasado La Sirena y llegó al Paraje Paso Sosa. El rancho de los hermanos Méndez estaba como para recibir visitas. Aún los fotógrafos se habían quedado en el hospital Güemes donde Roberto, de Tres Isletas, había quedado desesperado bajo el sufrimiento de una leichmaniasis. Un virus le estaba comiendo los cartílagos del rostro, y mientras se deformaba su cuerpo, los médicos lo paseaban desde Castelli a Resistencia y de Resistencia a Castelli sin diagnóstico y bajo prescripción de antiinflamatorios.

También la tuberculosis no tiene piedad ni remedios en los pacientes arrinconados que viven en ese fatídico hospital a la espera irracional del desenlace. Nadie quería ver. Los fotógrafos seguían en silencio. El N‘viké sonaba. En Paso Sosa, Antonio Méndez está tuberculoso y chagásico, su hermano Clemente lo cuida. Es una cátedra de templanza.

Son qom aquí y en cualquier lugar. Sonrientes y con ganas de vivir a pesar de todo. La camioneta siguió penetrando el monte. Viboreaba por el polvo chaqueño. Ese polvo que quema. Ese polvo que da bronca.

Ese polvo que siempre está. Y mientras avanzaba, parecía adentrarse a la locura ficcional provocada por el acostumbramiento de vivir con el hambre a cuesta, con menos kilogramos en peso que un pajarito y con la probabilidad de estar mutando. «¿No será que están generando genomas desconocidos?» se preguntó un antropólogo francés, llevándose a Nicolasa, una hermosa joven qom a París.

¿Quién puede resistir desnutrido tantas enfermedades? En Pozo del Bayo surgió el cementerio familiar de los Pino Fernández. Allí está enterrada Mabel, 42 años, quien murió pesando 36 kilogramos y fue dada de alta del hospital sin una alimentación adecuada. En las tumbas se notó el desmonte. Quedaban vivos los ancianos. Sus hijos y sus nietos estaban muertos ¿Por qué? Porque los ancianos pudieron alimentarse bien en su niñez. Aún había montes y ríos, y comieron, y no sufrieron desnutrición.

En Legua 4, se pasó de largo, nada agregaría a lo que se iba a ver en El Espinillo, donde la miseria rodea el poblado bajo la atención de estoicos servidores públicos, que pese a todos, están allí. La vuelta calurosa inclina la balanza y antes de llegar a El Colchón, los fotógrafos vuelven a gatillar sus máquinas sobre los charcos que abastecen agua a todos los seres vivos de la zona: las algas tóxicas, los animales y los camalotes ponen el color a la tragedia. Sin hervir, la consumen niños y enfermos. Allí pareciera que la vida y la muerte pelean cada tramo y hasta puede pensarse que se unen en algún instante.

—Hasta ahora sigue ganando la vida —dijo el estadounidense. Lo cierto es que ya no importaba si se estaba frente a un genocidio, un exterminio, un desastre humanitario o una masacre silenciosa. La camioneta estacionó en los Sosa y fue alegría para el clan del paraje. El alimento emocional mantuvo erguido a Juan, desnutrido, chagásico y tuberculoso —como su hijo, pastor de la Iglesia Evangélica Cuadrangular— quien se adelantó a recibir la visita junto a su viejita. Ofreció asiento y mate. Y se quebró en llanto. Se emocionó hasta las convulsiones:

—Agradezco la visita de los amigos. Ahora que tengo amigos, estoy vivo —dijo Juan mostrando sus costillas. Pero siguió entre un castellano metafórico y un qom bello:
—Antes estaba muerto porque nadie se acordaba de mí. Pese a ello, Juan se dejaba llevar por esa intuición racial que le surge por las arrugas de años sufridos. Una sabiduría extraña lo empujó a repatriar a sus hijos que estaban lejos para compartir su pobreza, porque todo indica que presiente que algún día de estos no abrirá más sus ojos.

La camioneta pasó por Campo Toril, donde un descendiente charrúa se alegra porque la visita rompió la monotonía de la siesta cuando hay que guarecerse del sol, que quema como agua hervida. En tanto, los fotógrafos se quedaron con la imagen de Apolinario Domínguez, a quien conocieron en El Zorzal, dentro de El Espinillo. Allí espera su turno y ya no habla. Su mirada parecía decir:

—Ayúdame, que me estoy yendo. —Los fotógrafos salieron manchados de compromiso. La camioneta salió del monte al anochecer de ese sábado distinto, en ese Chaco caliente. Salió salpicada de bronca y rostros pegados entre los cuales estaba el de Apolinario que susurraba: “ayúdame que me estoy yendo.”
El N‘viké seguía sonando.

 

La muerte de cada día

Todos los días ¡Infaltable! Como si tuviera una obsesión con los más débiles.

Está ahí. Siempre está ahí. Y siempre se lleva a alguien Nunca se va con las manos vacías. Nunca ataca. Siempre avanza, penetra milimétricamente, penetra en partes por millón, penetra ondulante. Suele esperar. Pero cuando avanza nadie la detiene y penetra desparramándose por adentro y por afuera. Y no cesa. Todos los días gana terreno, penetra hasta lo más profundo en los parajes de El Impenetrable. La niñez no resiste tanta presión. La muerte acosa, y acosa, y acosa. Y la negligencia, el descuido, la impotencia, la carencia, el desparpajo, la corrupción están, están todos, todos a favor de ella. José se despertó llorando. Apenas pasó el año de vida.

Era un miércoles, un día de miércoles. Tenía la pancita muy hinchada. Lloraba. Le dolía el hambre. La desnutrición lo hincaba. Sentía pinchazos, dolía, lloraba. No tenía consuelo. Lloraba su inocencia. Su padre lo alzó y se largó a caminar hacia Misión Nueva Pompeya. Rumbeó para el hospital Rural. Paso tras paso. Era capaz de dar lo que no tenía, con tal de que a José no le doliese nada. Llegó, y lo recibió la espera: una eterna cola de aborígenes esperando en un hospital con paredes llorando revoques, con pisos sudando aguas olorientas —pozos negros rebosantes— salas con apenas una camilla, un escritorio y dos sillas.

Mucha humedad. Y los aborígenes mansamente esperando, creyendo que los sanarán.
Un estetoscopio terminó escuchando los pulsos de las frustraciones, de las carencias, de los derrumbes, de las broncas.

La obstetra Selva Marina Añazco, de Villa Río Bermejito, señaló, “los médicos no quieren ir a El Impenetrable porque le ofrecen buen sueldo. No tienen viviendas. Arriesgan su matrícula, porque desde hace unos años se vienen entablando juicios de mala praxis, y los riesgos son muchos hasta por falta de oxígeno. Se carece de los elementos necesarios básicos para una atención primaria. A los pacientes no se les da de comer. No hay consultorios. Por ejemplo, yo hasta ahora atiendo en una tiendita precaria, que se cae la sala de espera por la humedad que tienen sus paredes”.

Añazco explicó que los partos, con ayuda también comunitaria, no cumplen con las normas de atención. Y pasaba algo muy curioso, porque existe el “Plan Nacer”, que era como una mutual para carenciados que hacía un aporte por las embarazadas y los niños menores de 6 años. Pagaban $ 600 por parto.

“Cuando me enteré que estaba en vigencia, reclamé porque enseguida pensamos: teníamos 20 partos mensuales, multiplicamos, y nos dijimos, cobramos ese dinero, y arreglamos la sala, la pintamos, la proveemos de elementos, y le damos de comer a la gente. Pero volvimos a chocar contra la pared. No cumplíamos con los requisitos del Plan. “Según el “Plan Nacer”, no se podían realizar partos en un lugar donde las normas elementales de higiene y profilaxis no se cumplían.

No se podían resolver partos complicados con una cesárea, una transfusión de sangre, o realizar emergencias, porque estábamos a 70 kilómetros del hospital más cercano. Entonces, dijimos, no atendemos más partos. A mí, en Resistencia, capital del Chaco, me dijeron que no atendamos, porque si no íbamos a tener serios problemas.

Pero, a su vez, el jefe de la Zona Sanitaria, asentado en Juan José Castelli, nos dijo que teníamos que atender, porque con todos los heridos colapsó el hospital. Así que, por un lado, te decían que atienda; y por otro, que no lo haga. La orden era no derivar. O derivar a último momento, y como había poco gasoil, era el dos por uno, o el tres por uno, que significa juntar dos ó tres enfermos antes de derivar”.

 

Sin agua potable

En la Villa Río Bermejito el agua no es potable. La gente no bebe el agua porque dice que le hace doler la panza. Está acostumbrada al agua de lluvia. La obstetra Añazco contrajo mal de Chagas. Había al Impenetrable con una beca del Programa Médico Comunitario, que tenía como finalidad llenar los huecos sanitarios que había en la zona.

“No había profesionales de la Salud que quisieran venir, y para mí, fue un desafío y vine con la promesa de que con el tiempo el gobierno provincial iba a absorber a todos los comunitarios y nos iba a dar ingreso al sistema y eso pasó con todos mis colegas, y yo quedé afuera. Fui rotulada como conflictiva porque tenía conocimientos de la realidad de los aborígenes; sabía cuánta gente moría. A mí me preguntaban y yo les decía, en los tres primeros meses murieron tanto y así… Eso no gustó. Sé que escondían las historias clínicas.

Cuando decían que la tuberculosis estaba desbordada, decían que no estaban en tratamiento. He participado de reuniones donde se decidía qué le ponían si positivo o negativo al resultado del laboratorio donde estaba el bacilo, y no había ninguna duda”. Cuando desbordaron los casos y no se podía tapar el sol con las manos se empezó a cuestionar el centro integrador comunitario. En esos meses habían muerto siete bebes de un año, y otros que tenían trece meses, o sea por un mes no fueron tenidos en cuenta en los índices de la mortalidad infantil”.

A Selva, se le llenan los ojos de lágrimas bajo un árbol: “Me desesperaba; por ejemplo, una diarrea se podía solucionar con unas sales de rehidratación orales que valían centavos, para que no se mueran deshidratados; pero la desnutrición estaba.

Me acuerdo que un día cuando hice el listado de los chicos que murieron, casi todos murieron en su domicilio, casi todos estaban desnutridos y no habían recibido asistencia médica. Entonces, escribí una carta a las autoridades, les dije aquí se están muriendo tantos chicos, y hay tanta gente desnutrida. Les rogué que por favor mandaran ayuda, porque había hambre en serio.

Estaban internados y en tres días no comían nada. No le podíamos dar ni un plato de sopa, cómo no iban a estar desnutridos. Les solicité ayuda alimentaria; entonces, me llamaron los médicos porque yo le había pedido una reunión urgente. Ya eran muchas las muertes, y muy seguidas; y me dijeron, que, si se sabía de las muertes, la primera cabeza que iba a rodar era la mía”.

 

La invasión esponsorizada

Médicos, bioquímicos, psicólogos, odontólogos, periodistas, fotógrafos, camarógrafos y voluntarios fueron convocados para una tarea solidaria en El Impenetrable chaqueño. Nadie dudó. Había médicos del hospital militar. Voluntarios que participaron activamente del cacerolazo a favor de la siembra de soja, del cambio que proponía el entonces candidato Javier Milei desde el libertarismo.

A todos los unía la buena voluntad, o por lo menos, se unieron para asistir a poblaciones de aborígenes y pusieron el esfuerzo individual que había que poner para acopiar alimentos, medicamentos, ropas usadas, y trabajaron en el planteo logístico para llevar adelante el gesto solidario, caritativo para paliar según el presidente a “los caídos del sistema”.

A un consultorio móvil de alta tecnología lo seguían camiones, camionetas, colectivos y automóviles repletos de mercancías. El convoy impresionaba tanto como el deseo de ayudar que tenía el contingente.
El mapa de trabajo estaba dibujado con trazos de ansiedad y con muchos temas para resolver. Pero el mapa estaba. Era un dibujo pretencioso para un programa de tres días.

Para una visita a un lugar desconocido; donde la muerte y la vida se agarran a golpes de puño sobre los cuerpos de hombres, mujeres, niños, y animales; a un lugar donde el verde vegetal se amarrona sin querer y los vientos no encuentran nada en su camino, y arrastran los incendios ocasionales por rincones insospechados. Era el mapa pretencioso de arrogantes desconocidos que portaban chaquetillas ciudadanas, y tenían los oídos taponados a bocinazos. Eso sí, llevaban el apuro de los nervios machacados por estímulos chatarras.

La base se previó en Villa Río Bermejito, a pocos metros del asentamiento toba-qom, barrio Norte, y después se rastrillaría los parajes Lote 39, Nueva Población, La isla Pelolé, La Sirena, Paso Sosa, El Colchón, Olla quebrada, Pozo del Bayo, Pozo la China, Víboras blancas, El Espinillo, Río Muerto y Tres Quebrachos.

El apuro por abarcar era insoportable. El arrebato por descubrir y sanar los males ancestrales no podía ser disimulado. El alboroto salió a peregrinar con los ojos nublados y desparramaba jeringazos, palmadas, saludos ligeros hasta que desembocó en el desconcierto, y floreció lo profundo del cuervo blanco: el individualismo, la meritocracia, la militancia libertarista, “el quién es mejor”. Las miserias de cada médico, de cada voluntario. El impacto que produjo el choque violento de dos mundos. La imposición de una cultura que asiste a otra que, por dolida y sumisa, por sometida y vencida.

El desconcierto evidenció que los contingentes que llegan a El Impenetrable, llegan con todo, y con nada. Llegan ligeros y se vuelven despacio. Traen tecnología, pero no tienen tiempo. Ostentan poder y les falta emoción. Tienen higiene y les falta amor. Tienen cardiólogos y les falta corazón. Tienen oftalmólogo y no ven. Tienen psicólogos y les falta comunidad. Tienen comunicadores, pero les falta comunicar. Tienen voluntarios, pero les falta voluntad. Tienen bioquímicos, pero les falta sangre. Llegan para ayudar y se vuelven ayudados. Llegan para asistir y se vuelven asistidos. Llegan con una cruz y se vuelven con fe.

“El peregrinar de contingentes de voluntariosos desde Buenos Aires, Córdoba, Rosario, Mar del Plata y otras ciudades hacia El Impenetrable chaqueño, como hacia otras zonas alejadas y abandonadas, es incesante. Suelen llegar con el resultado de genuinos esfuerzos colectivos, de vecinos, de empresas, de instituciones: toneladas y toneladas de bicicletas, golosinas, juguetes, ropas usadas, pañales, alimentos y medicamentos acarrean.

La mayoría de los voluntarios mantiene el espasmo que produce escuchar, leer o ver un testimonio desgarrador. Nadie puede preguntarse si el asistencialismo encubre más la situación para que la procesión del genocidio siga más viva que nunca por dentro y por dentro siga el terrorismo, o si el asistencialismo detestado por el libertarismo es lo único que nos deja la opresión para no morir en el intento”. Dijo pausadamente la maestra que los recibió.

El primer día, el camión sanitario emprendió su marcha por los caminos sedientos. Parecía un monstruo colorido imbatible. Los aborígenes abrían los ojos y desde sus ranchos dejaban escapar su asombro. Los niños se acercaban al polvo que levantaba la semejante mole y con el dedo en la boca quedaban paralizados ante semejante mole.

La bestia blanca, brillante y tecnológica se detuvo. Desplegó sus accesorios de acero y esperó. Los médicos enfundados en sus guardapolvos, enérgicos, todopoderosos, dueños de la sabiduría que está vedada al vulgo, se asomaron.

Por su parte, los voluntarios salieron a hacer su trabajo de campo, invitaban a los presuntos beneficiarios a que se acercaran al camión para ser atendidos. Otros se ponían a disposición de los profesionales y no faltaron los que repartían golosinas y desde una feroz distancia querían acercarse con diálogos tan fríos y huecos como los de una oficina en plena zona de bancos y casa de cambio de divisas.

Los aborígenes de El Colchón, apenas supieron de la visita, se pusieron los mejores atuendos y salieron a recibir a los visitantes. Eso sí, teniendo en cuenta lo que aprendieron bajo el sometimiento: saludaron y querían saber si había que esperar. Sabían, perfectamente, que la visita traiga algo más que esos medicamentos; o, algo más había detrás de esas revisaciones médicas que no les iban a cambiar nada. Ni la enfermedad ni la salud.

—¿Usted, qué necesita? —preguntó el cardiólogo a Apolinario Domínguez, un hachero de 56 años, que pesaba 36 kilogramos que padece Chagas y espera a la muerte en el patio de su rancho, en las afueras de El Espinillo. Apolinario no contestó. El médico bajó sus herramientas, lo hizo acostar, lo desvistió, lo auscultó y le realizó un electrocardiograma. Apolinario no habló y en su silencio siguió con su rostro sufrido. El voluntario que acompañaba al cardiólogo, tomó los datos de Apolinario. Las estadísticas habían sumado un caso más.

La bioquímica María Sol Páez recordó el día que llegó al paraje El Colchón:

—No sabía qué íbamos a hacer, ni tenía idea por dónde empezar. Fue abrumador. —No estaba sola en el laboratorio y dijo que, con su compañera, habían comenzado a familiarizarse con el lugar. En un momento tomó distancia y se alejó para ver cómo la gente se agolpaba de a poco y se disponían a esperar una paciente.

Hasta que Páez entró en acción: una médica clínica requirió los análisis de rutina para una mujer que aparentaba tener 70 años; pero sólo tenía 49. Esa mujer tenía sus manos pequeñas, sus manos inmóviles, su cuerpo tieso. Crujía de dolor. La médica le pidió que se acercara a la salita sanitaria donde estaba atendiéndola, porque la mujer no podía llegar al camión donde estaba el laboratorio. Llegó por fiebre y malestar. Páez se acercó, y la vio:

—Al verla, mi sensación se desdobló en ese instante. Nunca dudé de mi profesión, sabía lo que tenía que hacer, pero a la vez, me embargaba el desconcierto de ella, que parecía reflejarse en mí. Su mirada incrédula comenzaba a generarme preguntas: ¿qué estamos haciendo? Sin decir una palabra, estiró apenas su brazo, casi no podía moverlos. Algo me estaba diciendo, pero yo no sabía descifrarlo. Le saqué sangre de su mano y volví al camión sanitario.

Cuando tuve su sangre en mis manos, alguien, algo, no sé cómo, pero me advirtió la importancia de la sangre más allá de lo estrictamente biológico. ¿Qué significará la sangre para un pueblo desterrado como el toba-qom? Me pregunté; y deduje que ella, la mujer toba-qom, la paciente, nunca me iba a querer; apenas nos podíamos reconciliar, porque yo le estaba sacando sangre, “le estaba chupando” como siempre le hicieron.

Nadie la consultó. Nadie le pidió permiso. Nadie le dio tiempo para que se expresara. Nadie la escuchó. ¿Otra vez invadida? ¿Otra vez violada? —La improvisación envolvió la tarea de los profesionales de “buena voluntad”. María Sol se percató de qué era lo que estaba pasando.

—No puedo, ni podré olvidarme de la cara de cada una de las personas a las que les extrajimos sangre. Caras desencajadas, miradas sombrías, sin saber qué estaban haciendo allí, estirando sus brazos, sin posibilidad de oposición, casi resignadas. Flotaba en el aire un nerviosismo particular. El trabajo diario me fue consumiendo la posibilidad de pensar y pensarnos. Sólo sé que volví enfurecida; no podía explicar con claridad por qué tenía tanta bronca, pero un gusto amargo se instaló en mi garganta. Los voluntarios se apuraban, y mientras limpiábamos el material utilizado, con la noche sobre mis espaldas, yo masticaba, masticaba, masticaba sin poder digerir. Me fui a dormir con mucho deseo de que se terminara todo, todo, lo más pronto posible.

Al otro día, a María Sol le tocó recorrer el monte y llegó a El Espinillo. Los médicos querían visitar una paciente que había quedado internada en observación, con diagnóstico posible de abdomen agudo. Luego siguió hasta Pozo del Bayo. Allí estaba Juan Pino Fernández, con su tiempo, con su sabiduría, mil veces pisada, mil veces despreciada, mil veces hecha polvo, mil veces escondida entre los vientos. Juan Pino Fernández había enterrado a hijos y a nietos, pero él estaba allí, firme, como un qom eterno.

Se alegró por la visita, y entre emociones y necesidades, entre urgencias y otras cosas, quiso explicar pausadamente lo que estaba padeciendo. Para él era la gran oportunidad de que alguien lo escuchara, de que alguien lo ayudase.

Pero otra vez falló. Otra vez le fallaron. Otra vez no entendieron. Otra vez se lo pasó por encima: el médico, jefe de grupo, no pudo escucharlo, no estaba en condiciones de escucharlo, porque a él no le enseñaron a escuchar, a él lo instruyeron para otra cosa, para ganar, para ser exitoso, para macerar la soberbia, para ser amable, para permanecer cubierto en guardapolvos blancos, para ser un auténtico cuervo blanco. El médico le respondió a Pino Fernández:

—¡Bueno hombre, bueno, no se ponga mal, siéntese y tranquilícese!
—Entonces, Juan, dijo: Nadie nos escucha.
El médico, rápidamente, contestó, señalando al cielo:
—Sí, por eso estamos acá.

Juan trataba de hablar y el médico lo volvía a callar, parecía que para él era preferible no escucharlo, parecía que tenía temor de desviarse en su objetivo, o que ese “indio de mierda” al que vino a darle su sapiencia, su tiempo, lo pusiera en aprietos y lo desnudara en algo que cubre como un tesoro, como el misterio hipocrático, sus carencias, sus intenciones non sancta”. Lo decía su rostro, que como todo rostro no miente.

A Juan no le importaba su enfermedad, ni su dificultad visual. Sólo necesitaba hablar y que se lo escuchara. Sin embargo, la “buena voluntad” de los profesionales en vez de escucharlo lo sometieron a vertiginosos controles visuales, a desatinados controles dentarios, a invasivos chequeos corporales.

—Llámalo a Diego —Ordenó el médico, mientras lo tenía a Juan acorralado en una silla. Juan parecía un prisionero a que le averiguaban sus antecedentes.
—Sí, doc.—Solícito llegó Diego.
—Mirá Diego, fijate esto ¿Qué ves vos?

Los dos médicos se fueron, alejándose de Juan, intercambiando opiniones sobre lo que habían visto en él. Y Juan se quedó sentado, solo, olvidado; ni pudo saludar.

En Pozo de La China, se habían propuesto llegar a chozas que habían quedado pendientes del día anterior. En una, para controlar a una mujer con infección en una pierna; y en la otra, para realizar una extracción de sangre a una mujer que pacientemente esperaba. Para ella el día era un milagro.
Desnutrida, al extremo que su debilidad no la dejaba caminar ni valerse por sí misma.

Luego de la inspección médica, los profesionales, que nunca supieron dónde estaban, le recomendaron: “una mejor alimentación”. Le realizaron análisis, y ahora sí, un screening serológico para Chagas.
María Sol comprobó lo que ella presumía sobre la extracción de sangre. Fue cuando un grupo de aborígenes no se dejó extraer. Y vio cuando otros recibieron los medicamentos sabiendo de antemano que no los tomarían. El apuro, la ceguera y el alboroto que portaban los profesionales no les dejaron ver cómo los aborígenes, que practican la resistencia aferrados a su historia, los miraban distantes, incrédulos.

María Sol sintió que no estaban caminando por donde tenían que caminar. Sin embargo, de paraje en paraje, sus compañeros de grupo, los profesionales de “buena voluntad” inflaban sus guardapolvos. Ya se consideraban “médicos caritativos, solidarios”.

En tanto, a María Sol le parecía que restaba, que solamente restaba, que no aportaba más que una sensación de despojo de su sangre, la sangre por donde fluye la vida, las preguntas le machacaban la cabeza: ¿Qué derecho tengo yo de pincharlos? ¿Qué derecho tengo yo de quedarme con su sangre? ¿A quién carajo le sirve esto? —Se preguntaba molesta, contrariada.

El despliegue que se hizo en el paraje Víboras Blancas para juntar gente y luego inmediatamente partir le confirmaba a María Sol que la mirada de quienes manejaban el grupo no estaba dispuesta en colaborar con los habitantes de El Impenetrable, sino en el gran espejo que les devolvía la imagen de buena gente que pagó sus culpas judeocristianas, de profesionales de buena voluntad, de médicos caritativos.

Recetaron lentes a los que jamás accederán, extrajeron sangre para análisis que nos les dirán nada, tactos mamarios en busca de tumores que, en caso de detectarlos, jamás serían operados. Médicos que atendían a mujeres sin presencia de sus maridos —grave para los tobas— y que palpaban senos y tocaban tejidos grasos en panzas, y hacían tactos ginecológicos, como si estuvieran en hospitales de grandes ciudades, sin sentido, desproporcionados en un monte ávido de otras relaciones humanas.

Al regreso de Víboras Blancas, dos médicos, una bioquímica y un periodista se sentaron alrededor de una mesa a contar sus experiencias. Estaban exaltados.

—Me di cuenta de que no me entendía. Le dije usted, a un toba de 40 años, tiene una infección en la garganta y tendrá que tomar un comprimido de “Amoxidal” cada seis horas, y esta pastilla con el desayuno, el almuerzo y la cena. Y me miraba fijo, sin decirme nada, ni se movía —señaló la doctora Figueroa.

—¿Qué pasó? —le preguntó el periodista Néstor Pérez.
—No entendía el idioma. Pero tampoco desayunaba, ni almorzaba ni cenaba —respondió Figueroa.
El diálogo se hizo profundo, el periodista tomó la palabra:
—Hemos faltado el respeto —dijo ante un silencio lleno de asombro. Nadie esperaba semejante acusación.

—¿Alguien pidió permiso al Pio ́xonaq de la zona?
—¿Qué es un Pio ́xonaq? —preguntaron los presentes al mismo tiempo.
—Son sus médicos naturales, son médicos y psiquiatras, que traen sus profesiones desde tiempos ancestrales —les explicó el periodista. El silencio fue demoledor.

Uno de los peores días que vivió la pediatra Figueroa fue cuando estaba en el
paraje El Colchón y había terminado de atender a los niños que estaban anotados y salió del improvisado consultorio y estaba la camioneta que llevaba la ropa y la comida. Había una multitud esperando para recibir algo. Y de pronto se escuchó una orden de alguien, que dijo en medio de un griterío, casi militar:

—¡O se acomodan, y hacen una fila, tomando distancia; o cerramos la camioneta y nos vamos!
Ana apretó los dientes y tuvo el impulso de subirse a la camioneta y bajar todo. La gente tuvo que bajar la cabeza, hacer fila, tomar distancia y esperar que la “buena voluntad” de la “buena gente” que hace caridad les repartiera la solución en prendas y latas de conservas. Ana se llevó del paraje Campo Toril una imagen que aún no la deja dormir.

—No sé cómo la gente se enteraba de que estábamos y llegaba. Aparecían del monte con todos los chicos, algunos en brazos y otros descalzos. Yo estaba atrasada atendiendo y los profesionales de “buena voluntad” me apuraban para cumplir con los horarios pautados. Empezaron a cargar las cosas en el transporte y yo veía que cada vez tenía más chicos que atender.

De repente me encontré dentro del transporte y las mamás mirándome por la ventanilla. Esperando con sus hijos. Me pedían que, aunque sea los mire, y yo no pude hacer nada porque me llevaron. Agaché la cabeza, y cerré la cortina de la ventanilla porque no soporté esas miradas, eran como si me clavaran cuchillos.

Por último, Figueroa cerró la entrevista revolviendo enérgicamente el baúl de sus recuerdos chaqueños, y no quiso quedarse con nada y contó:

—Entre zapatos y ropa, entregábamos biberones para beber leche que se prepara con agua, agua que no había, solo estaba la de los charcos que lo menos que tienen son hongos. Cuando advertí la situación, les dije a los voluntarios: Dejen de entregar eso, al menos que beban la leche del pecho de la madre. Y la respuesta fue: ya que están los entregamos.

Las mujeres tobas ofrecían sus artesanías y las vendían muy baratas. Una voluntaria subió a la camioneta y mostró un canasto que había comprado, y dijo:

—Me cobraba 10 pesos por esto, pero yo le di 20 porque en Córdoba este canasto cuesta 40.

 

Libertarismo en Davos

Los hechos descriptos ejemplifican la teoría que el presidente Milei presentó hace pocas semanas en el foro de Davos:

“Libertarismo. Para definirlo retomo las palabras del máximo prócer de las ideas de la libertad de Argentina, el profesor Alberto Benegas Lynch (hijo) que dice: “el libertarismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión, en defensa del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad, cuyas instituciones fundamentales son la propiedad privada, los mercados libres de intervención estatal, la libre competencia, la división del trabajo y la cooperación social”, donde solo se puede ser exitoso sirviendo al prójimo con bienes de mejor calidad a un mejor precio.

Dicho de otro modo, el capitalista, el empresario exitoso es un benefactor social que, lejos de apropiarse de la riqueza ajena, contribuye al bienestar general. En definitiva, un empresario exitoso es un héroe.

Este es el modelo que nosotros estamos proponiendo para la Argentina del futuro. Un modelo basado en los principios fundamentales del libertarismo: la defensa de la vida, de la libertad y de la propiedad…”
Una franca ironía, una burla, con respecto a lo que sucede en Argentina desde los años en que existió Martín Fierro, y a decir de Milei, cuando el país era potencia mundial.

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