La prestigiosa revista literaria Letralia de Cagua, Venezuela dedicada a la difusión de la literatura del mundo de habla hispana se hizo eco del libro «Ecopoesía», del autor Aldo Parfeniuk
La preocupación por el ambiente y la contribución que pueda brindar la poesía en materia ecológica son los temas esenciales de los que se ocupa el escritor argentino Aldo Parfeniuk en este libro cuyo primer capítulo presentamos hoy, y en el que nos ofrece un recorrido por la obra de cinco poetas que han abordado la relación del hombre con la naturaleza: Leopoldo Castilla, Edith Vera, Romilio Ribero, Manuel J. Castilla y Dulce María Loynaz.
Las raíces del término ecopoesía remiten —desde el griego antiguo oikos— a una “casa de la poesía”, o a la poesía en tanto casa. Más ampliamente y a tono con lo que entendemos actualmente, sería la consideración de nuestro planeta, la tierra, como la “casa” del ser humano. La presencia de eco, entonces, aplica a “la casa” que usufructúa y comparte la humanidad. Ese es tanto el principio fundamental de este enfoque cuanto las características que reúne su objeto de análisis, en este caso las obras que a modo de ejemplo se comentan y analizan en los autores y poemas seleccionados para el presente ensayo.
Efectivamente, una parte importante de la obra de Leopoldo Castilla, Edith Vera, Romilio Ribero, Manuel J. Castilla y Dulce María Loynaz —todos poetas de indiscutible calidad— invita a ser leída en clave de ecopoesía, en tanto ejemplos no sólo de su presencia de hecho en la literatura, sino como perspectiva y herramienta, tanto de análisis cuanto de creación: se escriben (se escribieron y escribirán) ecopoemas al tiempo que se puede interpretar y analizar poesía desde la ecopoesía como capítulo de la ecocrítica.
A propósito: la ecocrítica tiene como objetivo efectuar y proponer lecturas que pongan de manifiesto la importancia de las relaciones entre literatura, lenguaje y naturaleza, tan necesarias de revisar y utilizar en momentos como el de la profunda crisis global que estamos viviendo, tanto con relación al medio ambiente como al lenguaje, igualmente sometidos a una dominación, desgaste y extinción indiscriminados. Ante ello, se puede considerar que para el lenguaje en general y para las lenguas particulares la poesía representaría su mayor recurso sostenible. La idea de sostenibilidad, basada en la diversidad y la revitalización, se toma a modo de analogía con el entorno natural y los ecosistemas. En efecto, en tanto “ecosistemas”, tanto las lenguas naturales como la convivencia multilingüe están sometidas a tensiones y desigualdades que ponen en riesgo su sostenibilidad. De lo que implícitamente aquí se trata es de defender la diversidad frente a los procesos (mercantiles, políticos, territoriales, semióticos) de hegemonización y poder, a costas del sacrificio de las singularidades identitarias. A la diversidad humana se la puede comprender mejor a partir del contexto que permite una diversidad cultural, lingüística o ideológica, por lo que es necesario luchar por contextos equitativos y dialogantes, no sólo entre las lenguas más habladas y las minoritarias sino también entre los géneros literarios y todo cuanto se encuentre en un estado de fragilidad y emergencia. Es una misma lucha la de la defensa de la naturaleza1 y de la poesía: son nuestros hogares, nuestras casas más sanas y seguras.
La ecocrítica está involucrada en esta tarea, dentro de la cual los trabajos sobre lenguaje y literatura ya tienen ganado un lugar en la historia disciplinar. La bibliografía clásica de sus enfoques da pruebas de ello; en general, y salvo excepciones, quienes comenzaron a trabajar en tal dirección fueron autores europeos, sobre todo de habla inglesa (los que pueden ser considerados precursores en el tema) como Cheryll Glotfelty, Michael Branche, Scott Slovic, Thomas K. Dean, Lawrence Buell, Jonathan Bate o Marrero Henríquez, entre otros. En Argentina y América Latina es más reciente la publicación de estudios similares. En nuestro continente lo que sí encontramos son contribuciones hechas desde perspectivas más bien multidisciplinarias —análisis que incluyen antropología, política, filosofía, literatura, arte, cultura, etc.— y, más que referidas a obras literarias, se trata de textos elaborados sobre (y desde) las situaciones y los datos físicos y naturales basados en las ciencias que estudian el suelo, el agua y el aire.
Lo valioso de los trabajos de los autores latinoamericanos es que enfocan cuestiones e intereses propios y urgentes de las realidades locales y regionales, incluyendo lo político y social por supuesto. Aunque ya no lo recordemos, en su momento lo hizo el mexicano Carlos Fuentes y continúa haciéndolo, también en México, Enrique Leef (insoslayable precursor) o los argentinos Antonio Brailovsky, Sergio Federovisky, Sergio Auyero o Maristella Svampa, por citar unos pocos nombres bien conocidos y entre muchos más de distintos países latinoamericanos. Aquí hubo que esperar una generación más reciente para contar con trabajos más precisos y específicos de ecocrítica. Una de sus representantes es Gisela Heffes, de quien nos parece oportuno citar tramos de su definición, en la que manifiesta que se trata de la especialidad que “estudia la relación entre arte, cultura y espacio físico”. Agrega: “Por eso las preguntas desatadas por la pandemia legitiman su enfoque y lo vuelven necesario. Se trata de hacer relecturas politizadas que desafíen las actitudes ecocidas, problematicen el binarismo naturaleza/cultura y dialoguen con las ideas de la justicia ambiental, la crítica feminista y colonial” (2020). Según se advierte, el objetivo es ampliar cada vez más, y con mayor rapidez, los derechos de las “minorías” (entre comillas ya que suele tratarse de inmensas mayorías); de sus principios, creencias y saberes, para corregir injustas asimetrías entre el poder y la situación de los más débiles y necesitados, de lo cual la naturaleza es una muestra más. Análogamente, también es lo que sucede con la poesía. Cabe aquí mencionar, respecto de la cuestión que nos ocupa, que entre los años 2008 y 2015 en la Facultad de Lenguas de la Universidad Nacional de Córdoba, junto a otros colegas propusimos y llevamos a cabo las Jornadas Internacionales Ecolenguas. Con la decana Silvia Barei (también reconocida poeta) logramos que la nuestra sea la primera “Facultad respetuosa del entorno ambiental” de la Universidad. Por aquellos años también participamos activamente junto a otros colegas en la creación del ISEA (Instituto Superior de Estudios Ambientales) en nuestra Universidad de Córdoba, como organismo de investigación y consulta. Actualmente el ISEA sigue funcionando, interdisciplinariamente, con representantes de cada una de las quince facultades que conforman la Universidad Nacional de Córdoba. El hecho es que aquellas Jornadas Ecolenguas, además de aportar un buen caudal de material teórico promovieron la realización de trabajos y discusiones, analizando las obras de nuestros poetas y narradores —argentinos y latinoamericanos— ampliando y actualizando un objeto de estudio que hasta entonces lo constituían los clásicos autores “universales”.
Respecto de los poetas incluidos en este ensayo, sus poemas —unos más que otros y mediante diferentes poéticas— constituyen un apropiado material de análisis para identificar y mostrar diferentes perfiles de la poesía en perspectiva ecocrítica. El trabajo fue encarado no solamente en clave literaria, sino también —y si no suena demasiado pretencioso— en clave filosófica por así decirlo, sobre todo porque consideramos que esas obras poéticas constituyen una buena prueba de que el ser humano, la naturaleza y el todo que llamamos universo (y que podríamos llamar Gran Naturaleza) finalmente son (somos) una misma cosa; en permanente movimiento y cambio, pero compartiendo una misma progenie, una misma materia estelar: una misma naturaleza, sólo que en diferentes escalas y estadios. Considero que todo esto la poesía es capaz de contenerlo y expresarlo, ayudándonos a pensar que intentar conocer y proteger más a la naturaleza mediante diferentes acciones es también, para los humanos, conocernos y protegernos más y mejor, facilitando el flujo mismo de la vida. No por lo dicho se deja de reconocer y valorar que la cultura occidental y muchas de sus realizaciones civilizatorias, lejos de presentarse como amenazas contra la naturaleza, según en ocasiones y de modo fundamentalista se lo presenta, son los ámbitos en los que se la comenzó a estudiar y se trabajó en dirección de su buen uso, defensa y protección por más que desde allí muchas veces también provenga su destrucción: son espacios y saberes imprescindibles para estudiarla, conocerla, mejorarla y entenderla en toda su complejidad. Y es también desde donde sale la propuesta que encara este libro y la necesidad de darlo a conocer como un medio más de involucramiento del arte con diferentes necesidades humanas. En estos días, en que los medios de comunicación no alcanzan a cubrir la cantidad y el tamaño de desastres ambientales en el planeta, también se llevan a cabo, igual que en la literatura, comprometidas luchas artísticas: cine, televisión, muralismo y artes visuales y escénicas en todas sus formas y lenguajes generan creaciones relacionadas con la naturaleza y lo ambiental.
Paralelamente, de lo que también se trata es de hablar de un postergado intento de reconciliación entre lo que aún hoy se presentan como intereses opuestos y diferentes. De mostrar que por encima de todo lo que supuestamente separa y enfrenta, late una unidad superadora por la que vale la pena luchar. Y que a esta unidad (universal: las partes reunidas en/por un todo) el artista, el poeta siempre la intuyó y la expresó, siendo en esto en lo que radica la llamada “excepcionalidad” del poeta, su ser especial. Según nos enseña la historia, es esa clarividencia lo que le permite hablar y mostrar (no demostrar) determinadas verdades, anticipándose a lo que a posteriori será “descubierto” por los saberes científicos fundados en una racionalidad (occidental) que en muchos casos fue virando hasta convertirse en lo que hoy padecemos: un excluyente y perverso sistema de utilitarismo económico que favorece a unos pocos a costas del hambre de una gran parte de la humanidad y de una destrucción planetaria que finalmente nos alcanzará a todos. O, como alguna vez lo manifestara el brasileño Leonardo Boff: “… las divisiones políticas de la Tierra deberán ceder su artificialidad a las leyes morfogeográficas de la naturaleza; y los ríos, las selvas, los bosques, las montañas y los mares dictarán las nuevas leyes de una vida que no fue debidamente entendida por las ambiciones y la sordera del hombre actual”.
La voluntad de darle formato de libro a los artículos de este ensayo también tiene que ver con el proyecto colectivo Bosques de la Poesía, movimiento cultural al cual pertenezco desde sus comienzos, en el 2020, junto a los poetas Pedro Solans y Leopoldo Castilla. El movimiento se ocupa de promover la plantación de semillas y árboles nativos, propios de cada región, generando espacios abiertos de poesía y cultura en general en todo terreno público disponible de cualquier lugar del país y del extranjero (en un solo año se inauguraron decenas de Bosques). Fue a partir de ese proyecto que surgió la idea, además, de crear el grupo CONASUD, para reclamar ante las autoridades argentinas y, entre otras medidas, lograr la incorporación oficial de la figura de la naturaleza como Sujeto de derechos.
Derechos de la naturaleza2
En estos tiempos de ceguera y desconocimiento de valores elementales —como el hecho de que la Tierra es la Madre de todo— es imperioso volver a las simples verdades de esta buena madre (el mito más extendido de nuestra Latinoamérica). La “sojización”, o la masificación de cualquier monocultivo, por más que dé dinero, atenta contra la diversidad y el respeto por la lógica inmanente del universo, que hizo que cada especie, cada simple insecto o yuyo del monte, existan en razón de que responden a las propias leyes, a la inteligencia de la tierra y de sus múltiples paisajes, distribución geográfica y recursos. Y ello no puede ser sustituido porque sí o porque conviene económicamente. Lo mismo podríamos decir del inglés o el castellano globalizados o el lenguaje escrito y hablado de las redes respecto de las lenguas maternas y minoritarias. Básicamente es la variedad, la diversidad lo que hace que la naturaleza, lo mismo que las distintas lenguas del planeta, se hagan fuertes: porque la vida es más rica cuanto más diversa, según ya se dijo. Lo que habría que universalizar, por lo tanto, son las diferencias. Y respetarlas. Entre otros, ese es uno de los motivos por el cual debemos abogar haciendo valer a la naturaleza como sujeto de derechos, según ya lo hicieron Ecuador y Bolivia en nuestra Latinoamérica.
Cito a Eduardo Galeano (en una entrevista del semanario montevideano Brecha, de abril del 2008) preguntándose: “…si el ordenamiento jurídico ha construido la ficción de que una empresa tenga derechos, ¿cómo no los va a tener la naturaleza?”; porque la naturaleza “no es una tarjeta postal para ser mirada desde afuera; pero bien sabe la naturaleza que hasta las mejores leyes humanas la tratan como objeto de propiedad, y nunca como sujeto de derecho”. En nuestro continente, nuevamente y como en tiempos coloniales, el capital transnacional entrampó a la región. Las leyes permiten que la naturaleza sea malherida y hasta exterminada. Es urgente legislar ya mismo, en todos los continentes, para evitar siendo, como en nuestra Latinoamérica, las víctimas preferidas del extractivismo mundial: el mismo que después viene a vendernos a precios usurarios lo que se llevó prácticamente gratis, dejándonos de regalo monstruosos pasivos ambientales.
Además de la celebración de la naturaleza o sus padecimientos —reitero—, la poesía alimenta al sistema ecológico del lenguaje, funcionando como una fuente de crecimiento y “control de calidad” de las palabras que dan vida a cada lengua y al lenguaje humano en general. En un mundo cada vez más plagado de discursos tóxicos, en los que ya no es fácil saber qué es verdadero o no (y en el cual a las grandes sequías geográficas se le suma la sequía de ideas creativas o innovadoras) los/las poetas, a quienes consideramos todavía al margen de la mercantilización de la palabra, se presentan como los únicos que más se acercan a la posibilidad de hablarnos desde la verdad de cada cosa. Quizás el poeta quede cada vez más como uno de los pocos que mantienen como objetivo escuchar a las cosas mismas en sus íntimos sufrimientos o alegrías; no yendo hacia, sino viniendo desde cada “cosa”, razón por la cual, al construir su obra, también trabaje resustancializando el lenguaje.
El desafío es tratar lo ambiental no sólo como un problema de contaminación y degradación biofísica, sino como un desequilibrio profundo de lo social y cultural en medio de todo lo cual el lenguaje, junto al resto de los recursos expresivos del hombre, juega un papel fundamental. En una época como la actual, dominada por la (in)comunicación y la publicidad global estandarizadas, en detrimento de las lenguas naturales y minoritarias, los recursos retóricos juegan un papel central.
Una lengua minoritaria es capaz de solucionar de manera particular los mismos problemas a los que se enfrenta cualquier lengua durante su evolución. Podemos comprender mejor la diversidad humana a partir del contexto que permite una diversidad lingüística. Y no olvidarnos de que cultura proviene del término latino colere, cuyo significado —uno de ellos— es el de cultivar la tierra; y esto es algo más que una simple afinidad, ya que sigue aludiendo a la cohabitación de ambas esferas: cultivo y cultura dentro de un mismo paradigma que, ciertamente más complejizado, se nos presenta nuevamente en nuestra época como imprescindible para poder explicar y dar solución a muchos de los problemas que nos acosan.
Hoy por hoy y salvo rarísimas excepciones, lo ambiental no refiere a lo cultural, a lo simbólico; pero en una acepción omniabarcadora, la naturaleza necesariamente debe incluir a las lenguas naturales de cada comunidad o grupo. Desde antiguo, una reconocible tradición vincula estrechamente a lo social y lo natural a la luz de un mismo proceso. Cuando nos remitimos históricamente a la genealogía del concepto de cultura o a la Carta Europea para las lenguas regionales o minoritarias; o al Convenio marco para la protección de las minorías nacionales adoptados por el Consejo de Europa, es porque son puntos de partida claves para poder actuar.
Si se quiere metaforizar con el crecimiento y la maduración, podríamos establecer una analogía entre las plantas y las palabras que crecen artificialmente y las que lo hacen naturalmente; también podríamos hacerlo comparando las calidades de las que crecen abonadas artificialmente o en invernaderos y las que lo hacen en sus suelos naturales, incluyendo los trastornos que puedan ocasionarles eventuales perturbaciones propias de los ciclos de la naturaleza.
En la selva del lenguaje, cada nueva metáfora es una planta nueva; originada, a su vez, por una nueva semilla: por un nuevo hallazgo de la poesía. Moverse en términos ecológicos, dentro de esa metafórica selva, es saber ocupar debidamente, con las palabras adecuadas en cuanto a fuerza, frescura, precisión, sentido, cada debido espacio.
En síntesis, debemos escuchar la voz de la poesía porque el poeta es la antena humana de registro más sensible, no sólo de los mínimos sucesos de la realidad visible, sino de las pulsiones y las inminencias mismas que guarda lo oculto y lo por venir: en toda la escala de lo espiritual y lo material. Los cinco poetas estudiados en este trabajo considero que constituyen una buena demostración.
Naturaleza como código
Hay quienes postulan, desde la filosofía y con base en datos científicos —como lo hace Giacomo Marramao—, una visión de la naturaleza que se desprende del descubrimiento del ADN, del código genético. Para este paradigma la naturaleza ya no sería cosmos ni universo (es decir laboratorio), sino código, según lo cual los seres vivos no somos diferentes al gran resto del todo del que formamos parte. Somos “carne de estrella”; o “polvo enamorado”, como hace tiempo lo anticiparan los poetas. Y para el pasaje de lo inorgánico a lo orgánico —es decir, para la activación del carbono— sigue siendo necesario el sol y las plantas, lo vegetal: en definitiva la fotosíntesis, que nuestra época, que nuestras sociedades actuales, han puesto en riesgo como nunca antes.
La/os cinco poetas aquí reunidos siempre “supieron” que la naturaleza es código y pasaje de lo inorgánico a lo orgánico (y viceversa). Uno y otro lo expresará a su modo, de diferentes maneras y a través de motivos y metáforas diversas, pero diciendo lo mismo. Llamar la atención sobre tal punto es el objetivo principal de este ensayo, sin que ello signifique que lo escrito por los poetas examinados sea el deber actual de la poesía ni mucho menos: lo que aquí se seleccionó y comenta es lo que escribieron esta/os poetas, entre muchos más, mostrando anticipadamente lo que hoy tanto nos preocupa y que sucede en la superficie y en lo profundo de la realidad.
Por lo tanto y por tal complejidad, el tema obviamente debe ser encarado no sólo desde la transdisciplinariedad sino desde la interculturalidad. Al respecto cabe señalar que en la (precursora) decisión gubernamental ecuatoriana de hace ya unos cuantos años se consideró el principio del Sumay Kawsay y sus elementos para restablecer costumbres ancestrales que ya contenían la consideración de la naturaleza como sujeto de derechos. La figura quedó incorporada formalmente tanto a la jurisprudencia como a la deóntica jurídica. El caso debe tomarse de modelo sobre todo para plantear la interculturalidad como fundamento de una epistemología que amalgame cosmovisiones diversas.
Recuérdese que los cinco principios del Sumay Kawsay son: conocimiento, cuidado de la madre tierra, vida sana, vida colectiva, sueños o ideales. Por su parte, la filosofía andina, región que comprende buena parte de nuestro país, postula tres principios: reciprocidad, complementariedad, correspondencia, en los que se basa la armonía con la naturaleza y la solidaridad.
Importancia de la poesía
El enfoque intercultural de la cuestión tiene como objetivo conjugar una visión de consumo (inevitable en las sociedades actuales) con la de convivencia complementaria. El arte —la poesía en este caso— no puede permanecer ajeno a la problemática: el artista vive y trabaja dentro —y no fuera— de un espacio-tiempo concreto. Por eso es necesario el diálogo entre conocimientos y saberes resaltando la necesaria protección de la naturaleza para la subsistencia humana, y encontrando compatibilidades, a manera de alternativas, que permitan acercarnos a la naturaleza como sujeto y organizadora de una vida biodiversa. La poesía puede hacerlo porque no responde a obediencias debidas. Para ella no hay límites en lo decible: puede decir lo que quiera y como quiera.
Pero todavía perduran y actúan diferentes posiciones, en muchos casos cerradas. No podrán solucionarse los desencuentros hasta tanto no se tenga clara conciencia y se asuma la complejidad de la realidad ambiental (complejidad sólo abordable mediante saberes científicos e interculturales que superen las dicotomías) y de la necesidad de generar una terminología que habilite nuevos caminos de pensamiento y nos lleve más allá de las antinomias (heredadas) de los siglos XIX y XX. Terminología a la cual la poesía tiene mucho que aportar: como lo sostenía refiriéndose al tema el poeta Roberto Juarroz cuando dice que la poesía es la transdisciplina. Esto es así para Juarroz porque la poesía es el translenguaje, con sus palabras todavía libres, como en la “niñez” del lenguaje. Todavía no fueron instrumentalizadas por la razón para trabajar en tal o cual disciplina o especialidad. Por eso es clave la intervención de la palabra poética —su condición translingüística— para sustentar lo ambiental, habida cuenta de lo que sostiene Enrique Leef con su aforismo: “El ambiente no es la ecología, sino la complejidad del mundo”. La de la poesía es la palabra que puede atravesar los diferentes saberes en razón de que para ella —para el arte en general— la realidad no está parcelada. Las definiciones unívocas, cerradas (como las de las ciencias corrientes) limitan a las palabras, en lugar de dejarlas abiertas hacia lo total. Insistimos en que la poesía es lo sin límites: puede hablar de todo y de todas las maneras, porque su norte es la infinitud, y porque es la forma verbal por excelencia que habla con y desde los silencios que separan y le dejan espacio a las palabras, lo que equivale a decir que quien termina de cerrar la experiencia artística, es decir el lector, también pueda ponerle significados, sentido, a esos silencios; a esas palabras que el poeta muestra como silencios. Y esto también es hacer ecología: es dejar espacio, sombra, tierra fértil para que todos podamos sembrar sentido y sentimiento; y a esto ya lo perdieron los lenguajes especializados o matematizados. Por otra parte, la poesía —expresión máxima de cualquier idioma— alimenta, amplía y sostiene la diversidad lingüística (la metáfora ambientalista que le haría justicia es la de la biodiversidad) ampliando fronteras, pensando en lo cual Ludwig Wittgenstein dirá frases como: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. La poesía es la fuente nutricia de los diferentes lenguajes que el hombre necesita cada vez que su visión de mundo cambia, porque es cierto que el hombre, como decía Rilke, es y será el que siempre está despidiéndose (de la época, de la historia, de sí mismo…). A la comprensión acabada de esta cuestión contribuye sustancialmente (y seguimos a Juarroz) entender y ubicarse, por ejemplo, en Lo Abierto, según lo expresa Rilke en la octava elegía del Duino, dejando de mirar el todo (relativo) que el hombre erróneamente se construye —y del cual cíclicamente se colma— para luego desintegrarse tantas veces como intente reconstruirlo. La delimitación que lleva a cabo el hombre para constituir sus visiones de mundo es lo que está detrás del aserto spinociano “toda determinación es negación”: cada vez que el hombre construye una visión de mundo la convierte en un todo, pero relativo, que le hace perder la totalidad real. Anaximandro afirmaba que el elemento primordial, el principio de todas las cosas, era arjé: lo indeterminado; y también —con otros matices y mucho más acá en el tiempo— lo es el Claro del Bosque (metáfora que tan creativamente exploró María Zambrano) en el que convergen, según Martín Heidegger, los diferentes “caminos de Bosque” por los cuales solamente el baqueano (el baqueano de las palabras, es decir el poeta) podría transitar, hasta acceder a ese Claro: centro en el cual vuelven a encontrarse los “diferentes” caminos (como lo racional y lo emocional por ejemplo) que, perteneciendo a una raíz común, el hombre por diferentes razones fue separando. Cada vez que la poesía metaforiza y nos “abre la cabeza” señala lo erróneamente descartado por la pura razón. Y vuelve a poner en escena la indeterminación, hablando de y desde el Claro: que es donde las palabras renuncian al mundo de la literalidad, y desde “más allá” (metá) de Lo Abierto, pueden ser muchas otras cosas. Cuando el hombre no sabe debe recurrir a lo metafórico, a la poesía.3 Puede hasta conciliar los opuestos (como decía Octavio Paz: logrando que el olmo dé peras) porque es el poeta —su libertad— el que ve y va más allá; prestándole inclusive inestimables servicios a las ciencias, que durante toda su historia se valió de los hallazgos metafóricos para dar nombre a diversidad de hechos; más allá de que la especialización después transformara a ese saber en ciencia (y a las metáforas en “metáforas muertas”), ya que finalmente eso serán los conceptos, sustituyendo la plurivocidad por la univocidad. Por esto la poesía no sólo es anticipatoria y el poeta un vate, un augur, abriendo los saberes para que después las ciencias, con sus especializaciones, conceptualizaciones y precisiones los (en)cierren en compartimientos estancos. Veamos un ejemplo de cómo habla el poeta desde Lo Abierto del sentir, pensar y decir y callar: desde ese todo anticipador y realizante que es el arte:
El fuego
Por los pajonales
anda suelto el fuego.
Malmatando. Hambriento.No se sabe la laya de ese animal.
No se le conoce hembra. Y tiene crías.
No se le conoce el pasado. Sí el rencor.Dice que todo es de él o que él es todo.
Se cree un dios porque ilumina muriendo.
Por eso arrasa montes, casas, las cosechas.
Y el bicherío.No hay modo de atraparlo. Cuando lo cercan
ya se ha hecho humo.
Ya va a caer. Lo estamos esperando.Con todo el odio
ardiendo.(Leopoldo Castilla: “El fuego”, en Coirón (2011).
El poema es una muestra, además, de cuánto puede revelar al tiempo que sensibilizar la poesía, a diferencia de las explicaciones y demostraciones de lo científico. A propósito: además de escribir poesía, Leopoldo Castilla ha prolongado su trabajo poético en la activa realización colectiva y práctica y social, y de la que es su principal mentor, según ya se dijo: los Bosques de la Poesía (“para que vuelva la poesía de los bosques”), propuesta de realizaciones comunitarias que todo grupo humano, grande o pequeño, puede llevar a cabo en cualquier pedacito de tierra disponible; sembrando semillas y resembrando plantas y árboles, sustituyendo los que el economicismo duro sigue sacrificando cada vez.
En nuestro país, y en el año de la pandemia de Covid-19 (2020), el proyecto poético-comunitario de los Bosques… surgió, por un lado, como la posibilidad de que el trabajo literario no fuese sólo una tarea artística-intelectual circunscripta a la silenciosa y recogida individualidad creativa de la mujer o el hombre que se sientan a escribir, sino que aspiraba a tener una proyección más amplia, “poniendo el cuerpo”, con solidaria actitud cívica, habida cuenta de lo imperioso que era que la gente saliera de su encierro hacia la naturaleza, que por otra parte era lo poco que se podía hacer para salir de los aislamientos forzosos de la pandemia. Además del sembrado o trasplante de ejemplares de los bosques nativos castigados o extinguidos, también debían generarse espacios abiertos en donde las personas pudieran reunirse a hablar entre sí, de la naturaleza y la poesía, o leer y decir poemas. Salir al espacio natural y público para hablar de las relaciones entre poesía y naturaleza, recordando que, lo mismo que la flora o las lenguas nativas, la poesía también es un género amenazado y en situación de fragilidad y riesgo de desaparición. El acto de resembrar ejemplares nativos de árboles y plantas responde por igual a ayudar a sostener la razón de ser y las leyes de cada mundo (reitero: no sólo geográfico sino también verbal, ideológico o simbólico), restableciendo el derecho a la sobrevivencia, sin querer ponerse en el lugar de la lógica propia de la naturaleza, que por alguna razón que el hombre siempre cree pero que no puede descifrar, hizo que eso existiera así. No se puede avanzar gratuitamente sobre el porqué cuidarse y protegerse propio de los diferentes pobladores de la naturaleza, para producir y repartirse, tanto los frutos, cuanto las posibilidades de alimentación que da cada terreno, cada territorio. Es decir: no se puede avanzar sobre el derecho que todo organismo vivo tiene a reproducirse y sobrevivir. Y lo mismo aplica a la atmósfera y al medio ambiente como únicas garantías conocidas de supervivencia.
El poeta: ecólogo del lenguaje
Los Bosques de Poesía son espacios que funcionan como verdaderos pulmones culturales: para oxigenar y cultivar mentes y espíritus, y recordar que el poeta es quien mejor puede entender y actuar sobre esto, puesto que es el primer ecólogo del lenguaje. Es quien —el poema sobre el fuego de Leopoldo Castilla es elocuente— se dedica a optimizar los recursos verbales, el rigor y la creatividad del idioma, cuidando de no generar desperdicios, palabras de más que no dicen nada, desvalorizando la lengua. Esos desperdicios los generan los malos políticos (que en los programas televisivos usan el lenguaje como ruido para imponerse ante quien disputan) y los sofistas que proliferan cada vez más, produciendo fake news, posverdades, publicidades mentirosas o nuevas iglesias y dioses que, en realidad, lo que buscan es alimentarse de dinero; sin escrúpulos para arruinar palabras y lenguas enteras, como tantos aventureros que de un día para el otro destruyen lenguajes que llevaron siglos de trabajo idiomático.
El lingüista David Crystal (2004:17) recupera un hecho pasado elocuente sobre la importancia de las lenguas minoritarias ante genocidios o catástrofes naturales. En el 2004, el brutal terremoto submarino en Aceh, Indonesia, provocó un tsunami sobre el hábitat de las casi 1.500 lenguas habladas de esos territorios, la mayoría de las pequeñas islas de menos de 200 hablantes. Sin embargo, únicamente los grupos indígenas de las islas Andamán lograron ponerse a salvo, gracias a sus tradiciones mítico-legendarias que conservaban información sobre qué conducta seguir en caso de que el mar se retirara demasiado de las costas. Cuando vieron que eso sucedía, corrieron hacia los lugares más elevados del centro de las islas; en tanto los pueblos en los que residían emigrantes de la India y de otras regiones no tuvieron la misma suerte. Esto es apenas un ejemplo, si se quiere anecdótico, sobre lo que atesoran las lenguas de cada lugar, las lecturas, interpretaciones y conocimientos que permiten. Su sustitución por una lengua dominante no es gratuita, llámese esta castellano, inglés o esperanto. Y el ejemplo vale, aunque no lo parezca, para con lo que sucede con la flora o la fauna de cada lugar, por insignificante y poco útil que parezca, cuando se la sustituye por alguna especie generalizada (y, por supuesto, económicamente redituable). Volviendo a la poesía, no es por escribir poemas sobre la naturaleza y el paisaje lo que fundamenta la estrecha relación, comprometiendo al poeta a cantarle al paisaje, a sus ríos, montañas y floresta. Aunque sea libre de hacerlo (y muchos nos hemos iniciado en el amor y la defensa de la naturaleza gracias a esos poemas), lo sustancial es también —y principalmente— esta otra cosa: no olvidar que la poesía es, en el orden del lenguaje, un producto, una creación natural, que viene a oxigenarnos y a renovarnos. Y no sólo por no producir desperdicios (su propio sistema se ocupa de eliminar lo mal hecho) sino porque hace nacer “cosas” vivas, necesarias: ejemplares que serán tales si pudieron realizarse cumpliendo sus propias leyes y escuchándose a sí mismos para poder crecer, ensanchar la vida y enriquecer el mundo. Un poema logrado, lo mismo que cualquier otra obra de arte, tiene vida propia cuando la escritura hace visible la autenticidad de su propia voz, siguiendo la “lógica” interna que no solamente justifica sus diferentes partes sino que se nos presenta como algo único y necesario.
En los cinco poetas seleccionados para armar este libro se encontrarán pruebas de lo que hasta aquí resumidamente se expuso.
Cabe recordar que en nuestro país, sobre todo en las provincias, muchos de sus poetas son una suerte de metafóricos “ejemplares autóctonos” que entienden y sienten a fondo cada región de pertenencia: hasta sus tonadas (los desplazamientos del acento fónico en las palabras) dan el color y sabor únicos de cada región de pertenencia; y con toda justicia debiera considerárselos los “legisladores no reconocidos” del ambientalismo. Son quienes, en vez de tomar la naturaleza como objeto de propiedad, la tratan como sujeto de derechos. Es su comida y su techo. La respetan y la aman, y la protegen. Son los baqueanos oyentes y lenguaraces de cada comarca y región, que por conocer tanto sus particularidades lingüísticas como la función de cada planta, de cada yuyo del lugar, pudieron enseñarnos a dar los primeros pasos en la ecología. Obras poéticas clásicas como la del bonaerense José Hernández, el catamarqueño Luis Franco, el entrerriano Juan L. Ortiz, el mendocino Enrique Ramponi, el pampeano Bustriazo Ortiz o el sanjuanino Leónidas Escudero, no solamente nos hicieron conocer la inmensidad de la pampa, los grandes ríos o la cordillera, sino, sin querer, impartieron a varias generaciones las primeras “clases” de ecología y constituyen no sólo un canto a la naturaleza sino a su comprensión profunda, respeto y defensa. Y gracias no a sus verdades, sino a su arte, a su poesía que nos ilumina las verdades, fueron hasta capaces de hacer hablar a la naturaleza, como cuando Manuel J. Castilla, en poemas como “Cantos del gozante”, se hace carne, se hace una sola cosa con un árbol, con el hongo de un árbol, para, desde allí, decirnos qué se siente, qué siente en sus adentros la naturaleza. Y ellos seguramente aprendieron de otros poetas, de los clásicos universales que en su momento también escucharon y dieron voz a la naturaleza (o mejor: escucharon lo que ella les decía) considerándola un sujeto y tomando de ella sus maneras de hacer: ¿hace falta recordar, aunque sea desordenadamente, los nombres de Virgilio, Hebel, Hölderlin, Whitman, Emerson, y más cerca nuestro los de Octavio Paz, Pablo Neruda, Nicanor Parra,4 Gabriela Mistral o Marosa Di Giorgio…?
Por más que lo hayamos perdido de vista, la poesía, un solo poema, en tanto obra de arte, más que imitarla es naturaleza; naturaleza simplemente acompañada por el artista para hablarle al hombre. Y viceversa. Es esta operación ontológica la que nos permite decir del hombre que es un creador. Y del poeta que es el médium capaz de transformar todo eso en materia que harán la “realidad”. Esta raigambre ontológica común de naturaleza y poesía significa que el poeta (todo artista en rigor) es un creador de “organismos” únicos y completos, de “naturalezas vivas”, sustantivas; organismos que una vez salidos de sus manos, de su escritura, tienen vida propia y hacen el mundo. Hablando de Hölderlin, Heidegger decía que el hombre habita el mundo a la manera de un poeta. Las palabras son las que crean identidad. Metaforizar es metamorfosear, transformar cosas en otras cosas. Como señala Dardo Scavino: “El tiempo se vuelve río; el sufrimiento un heraldo negro; la sociedad un organismo o un sistema informático…”; y cierra la idea diciendo: “En síntesis: el ser humano es poeta antes de ser científico” (2007:32). Y en la misma dirección lo señala Richard Rorty, uno de los filósofos centrales del llamado “giro lingüístico”, cuando considera a los filósofos y a los científicos “…poetas que se ignoran como tales”.
Notas
- Los diferentes alcances que a lo largo del trabajo asignamos a la palabra naturaleza deberán entenderse en función de la idea que la rodea en cada caso. Por tratarse de un término multívoco, en ocasiones podrá entenderse como physis: “la substancia permanente y primordial que se mantiene a través de los cambios que sufren los seres naturales” (según lo pensaron varios presocráticos); “aquello a partir de lo cual la cosa se genera” (Aristóteles); “la totalidad de las cosas corpóreas” (Platón) o, más acá en el tiempo: “el saber absoluto como saber de lo otro” en palabras de Hegel. De cualquier manera cabe recordar que Raymond Williams, autor del clásico The Country and the City (El campo y la ciudad, 1973), señaló que “naturaleza” es quizás uno de los más complejos términos de nuestro lenguaje y que una historia completa de los usos del término implicaría una historia de gran parte del pensamiento humano.
- En toda Latinoamérica, en estos últimos años, se vienen publicando innumerables libros y artículos sobre el tema. Recomiendo, además de los mencionados en diferentes tramos de este texto, los trabajos de: Eduardo Gudynas y Alberto Acosta, Esperanza Martínez (compiladores) en Ecuador; Juan Casazola Ccama en Perú; Eduardo Galeano en Uruguay o Raúl Zaffaroni en nuestro país.
- En su libro Ideas y metáforas, el filósofo Carlos Parajón escribe: “ver, luz, captar, expresar, son las cuatro metáforas subyacentes implicadas en la representación de la verdad como develación. Sin el poder representativo de esas metáforas no habría podido el pensamiento sobrepasar los límites de una percepción de lo presente” (1985:82,83).
- Nicanor Parra publicó su libro Ecopoemas —precursor legado poético-ambiental— en 1982. Entre lo que se ha comentado al respecto, véase por ejemplo: Martín Tironi, Christian Anwandter —“Haciendo naturalezas: ‘Ecopoemas’, ‘Escrito en el desierto’, ‘Huacho’”, en “Dossier Thématique – art et nature au Chili”. En: Artelogie, nº 3, Septiembre de 2012.