Por Alejandro Sánchez-Aizcorbe (Autor)
«Me parece que fue Jane Austen la que dijo que escribir una novela es un infinito ejercicio de paciencia. Yo agregaría que para escribir una novela hay que vivir, y escribir para seguir viviéndola. En este sentido, nadie compite con Cervantes: inutilizada en la guerra la siniestra, blandía la pluma y la espada con la misma mano, para gloria de la diestra. Me atrevo a agregar lo que dijo Flaubert: “ Madame Bovary, c´est moi ” (Madame Bovary soy yo). Y niego con todo el vigor que me acompaña lo que dijo Heminghway, quizá porque perdió demasiado tiempo en la cantina: que de mucho fornicar, la novela se puede quedar en la cama. Por el contrario, El gaznapirón es un ejemplo por antonomasia de que cada orgasmo alcanzado hará más plácida y profunda la prosa. Cada orgasmo obtenido en soledad, en pareja o en grupo. Cada quien a su modo y en su sitio. “Y si algo no te gusta, échale pelo”, como dicen las colombianas. Tampoco hay que hacerle caso a García Márquez en el sentido de que venimos al mundo con los polvos contados, porque la predestinación no existe. Hay quienes, allá por la década ultraviolenta de 1980, decían: “Mata y escribe.” Algunos de ellos se han ido demasiado pronto. Yo prefiero decir: Haz el amor en cualquiera de sus formas y escribe, porque eso favorece la perpetuación de la especie —que angustiaba a Borges— y de la literatura —que, junto con las otras artes y la ciencia, es lo mejor que ha dado la humanidad.
Todo eso pretende ser y decir El gaznapirón, la novela que hoy tengo el gusto de presentar, gracias a la contumacia de un poeta, periodista y editor de fuste como Pedro Jorge Solans, natural de Quitilipi, Chaco, vecino notable de Carlos Paz y del mundo. La valentía y la bondad de Solans me renuevan la confianza en la verdad, a la que hoy en día vilipendian e intentan suprimir los neonazis de Europa y Estados Unidos, imitados por canallitas como Jair Bolsonaro en Brasil y Javier Milei en Argentina. Éstos, como sus maestros, se aprovechan de la desesperación y del hambre de las masas, sin excepción obrera, a objeto de instaurar el fascismo en América Latina.
La escritura de El gaznapirón se inició en la década de la Guerra Sucia en el Perú. Se enfrentaban, por un lado, el terrorismo polpotiano de Sendero Luminoso, que asesinaba y dinamitaba a todo aquel o a toda aquella que se opusiera a la Guerra Popular, y por otro lado las Fuerzas Armadas, dirigidas por personajes siniestros como el Gaucho Cisneros, general formado parcialmente en la Argentina, que declaró, muy suelto de huesos, con mal acento porteño, que había que matar a ciegas a cien sospechosos porque de cien, dos o tres eran terroristas.
La Guerra Sucia nos costó la muerte o desaparición de 69 mil peruanos y peruanas por obra de las organizaciones subversivas y por obra de agentes del Estado, según el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. El precedente de dicho informe fue el histórico Nunca más de Ernesto Sábato, cuya escuela ética me honro en seguir.
En medio de esa violencia decidí, de una vez por todas, sentarme a ejercer el oficio del pecar, que es el oficio de escribir. Unos cuantos años después, ya en plena dictadura de Alberto Fujimori, súbdito japonés y ciudadano peruano, hoy en día preso por delitos de lesa humanidad y corrupción, preso en la misma cárcel en que residen otros dos ex presidentes peruanos, Pedro Castillo y Alejandro Toledo —el primero por imitar a Fujimori tratando de dar un golpe de Estado, y el segundo, doctorado en Harvard, acusado de recibir algo así como 25 millones de dólares de soborno—; unos años después, digo, cansado del Perú y de sus presidentes, me fui con Marcela Valencia Tsuchiya, nieta del primer médico japonés que migró al Perú, a Isla Margarita, Nueva Esparta, Venezuela, territorio de los indios guaiqueríes. Esclavizados por los españoles, los guaiqueríes, a fuerza de pulmón, buceando, extrajeron hasta la última perla de Isla Margarita. En latín, margarita significa perla.
A Isla Margarita me había llevado el primer borrador de la novela que, por entonces, se llamaba El gaznápiro. Mientras trataba de sacar adelante, en vano, un restaurante en la playa El Yaque, cuya col fermentada casi le cuesta la vida a un dentista alemán, mientras buceaba en el Caribe entre corales, tiburones martillo y barracudas, mientras hacía todo eso y aun más, charlaba sobre la publicación de mi novela con Kira Kariakin, que por entonces se proponía ser mi agenta literaria. La Kariakin y la literatura quedaron a la zaga cuando, inspirados por el sol del Caribe, Marcela y yo concebimos a nuestra hija en el lecho del departamento del edificio Catire —que en venezolano significa rubio—, prestado por Felipe Ancieta Tsuchiya, que acababa de vender por cinco millones de dólares su mina de oro en la Gran Sabana. Marcela regresó al Perú para pasar el resto de una preñez delicada al cuidado de sus padres, ambos cirujanos, que hasta el final de sus vidas depositaron su confianza en mí como escritor.
Mi suegro, Hugo Valencia, era un médico de almas —frase con que el doctor César Sánchez-Aizcorbe, mi abuelo argentino, describía al buen galeno. Pruebas al canto. Cuando José María Arguedas, escritor epónimo, luego de ingerir una sobredosis de barbitúricos, llegó sin respiración a su servicio de emergencia, Hugo Valencia no se limitó a practicarle la traqueotomía que le salvó la vida, sino que fue a su cuarto a conversar con él todos los días de su internamiento. Le intrigaba que un escritor de la talla de Arguedas, aún joven y de notable robustez, deseara quitarse la vida. La vida que a Arguedas le costaba mucho vivir por la tensión entre sus dos cosmos, entre sus dos lenguas, entre sus dos madrastras: el quechua y el castellano.
Como producto de una tensión semejante, las Fuerzas Armadas han asesinado a cincuentaisiete peruanos desarmados que protestaban contra el gobierno de Dina Boluarte. Siendo vicepresidenta, Boluarte había reemplazado constitucionalmente al ex presidente Pedro Castillo, preso por intentar dar un golpe de Estado. A los manifestantes les asistía el derecho de protestar, y, si transgredían la ley, les correspondía una represión proporcional a sus desmanes. Pero de ninguna manera se merecían que las fuerzas del orden los mataran a balazos. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha publicado un informe contundente al respecto, en el cual se “exige que se investigue, juzgue y sancione a todas las personas que puedan resultar responsables por violaciones de derechos humanos.” La exigencia de la Comisión echa por tierra la vergonzosa caución moral que, sin llamar en absoluto a la sanción de los autores directos e indirectos de los asesinatos, el ciudadano y político español Mario Vargas Llosa le dio en persona a la presidenta Dina Boluarte y a su gobierno. Ante la publicación del informe del CIDH, siendo jefa suprema de las Fuerzas Armadas, Dina Boluarte ha declarado que la culpa de las muertes no es suya sino de los militares. A la hora de matar, abdica de la presidencia. A la hora de matar, los políticos y los militares peruanos cuentan con el silencio de Vargas Llosa. Decirlo a las claras no implica de ninguna manera avalar el desastroso gobierno de Pedro Castillo ni, mucho menos aún, su intento de golpe de Estado, ni las absurdas pretensiones de algunos de sus partidarios de instaurar una Cuba, una Venezuela o una Nicaragua en el Perú.
Volviendo a El gaznapirón, mi suegra, la doctora Flora Tsuchiya, hija de Yoshigoro Tsuchiya, primer médico japonés en migrar al Perú, fue a su vez la primera nisei en estudiar medicina en el Perú. Sus manos de cirujana no se contentaban con operar sino que también pintaban, dibujaban y esculpían. En sus años de estudiante se cachueleaba poniendo inyecciones. Atendió en su propia casa, hasta el final, a Wilfredo Tsuchiya, su hermano, también médico, y a la famosa pintora Tilsa Tsuchiya, su hermana. Gracias, pues, a la doctora Flora Tsuchiya y a su hija Marcela Valencia Tsuchiya he logrado entregarles esta noche El gaznapirón. Una mañana cualquiera, la doctora Tsuchiya me dijo: “Tú, escribe.” No sé si lo dijo porque yo lo merecía o porque no tuvo otro remedio que decirlo. Algo semejante me escribió Julio Ramón Ribeyro cuando le confié las bien fundadas dudas sobre mi talento: “Ya te fregaste. No puedes parar.”
Me quedé solo en la Isla Margarita, contratado por el Grupo Ancieta, de Felipe Ancieta Tsuchiya, primo hermano de mi mujer, para escribir un testimonio sobre la extracción del oro en un pueblo de la Gran Sabana que, de puro infame, carece de topónimo de letras y lleva por nombre el número de su kilómetro: el 88. Entrevisté a Nelitza y Neimarut, prostitutas del Parador del Viajero. Una colega de ellas, rubiecita preciosa, le había robado toda la ropa y todo el dinero a Gustavo Ancieta Tsuchiya, hermano y lugarteniente de Felipe, el dueño de la mina. A las siete de la mañana, Gustavo despertó desnudo, con una resaca feroz, sin un bolívar y sin haber tocado a la catira que lo sedujo y emborrachó. Entrevisté también al médico y a la enfermera del 88, que se mudaban de domicilio a menudo para que no los asaltaran los drogadictos. Entrevisté a los indios pemones, cuyas aguas están contaminadas por el mercurio. Entrevisté a los bateros, que con sus bateas o palanganas, y con poderosos chorros de agua, destrozándose las uñas y la salud debido al mercurio, extraen el oro de la arcilla, lo venden y se gastan el dinero rumbeando. Allá, en el mítico 88, trotaba por la mañana entre helechos que acompañan a una de las zonas geológicas más antiguas del planeta, que provee a Venezuela y a sus gobiernos de la maldición económica del recurso.
Llegó el momento de regresar al Perú para ser cómplice del nacimiento de mi hija Marcelita. El libro sobre la extracción de oro en el 88 había quedado inconcluso, aunque perfecto en la memoria. El primer borrador de El gaznápiro seguía esperando editor. Yo no buscaba editor. El manuscrito esperaba editor.
Al volver a Lima, tuve la suerte de que Daniel Ramsay, por entonces presidente del directorio de Editora Perú, me empleara como director de Andina, la agencia de noticias del Estado peruano. Pasado un tiempo, Ramsay se enteró, no sé cómo, de que yo tenía el manuscrito de una novela, y, confiando en el relativo éxito de mis libros anteriores, me ofreció publicarla a través de Editora Perú.
Pues bien, luego de que, bajo la observación de Jimmy Carter y de César Gaviria, Alberto Fujimori fuera reelegido en dudosas elecciones, se lanzó El gaznápiro por todo lo alto. A presentar la novela viajaron invitados al Perú el gran novelista y etnólogo brasilero Paulo de Carvalho Neto y el mexicano Adolfo Castañón. Pablo Guevara Miraval, poeta peruano, autor de La colisión, encabezó aquel grupo de lujo. Dijeron tantas cosas que, cuando me tocó hablar, me limité a carraspear e invitar a los doscientos asistentes a tomarse una copa de vino mendocino con nosotros. No faltaba más: mendocino. También presentó El gaznapirón Julio Ortega, un profesor peruano que laboraba en Brown University. Aparte de no pagarme honorarios por las antologías en que incluyó mis relatos ni por la lectura que hice en Brown, Julio Ortega se negó, ya en Estados Unidos, a escribirme una recomendación como profesor de español, aduciendo que sólo me podía recomendar como escritor. Me jactaría si afirmara que no se equivocó. Sin embargo, mis discípulos en los Estados Unidos se encargan de evitar mi jactancia y de mostrar su mezquindad. Cuídense de los profesores de literatura estadounidenses: viven bastante bien de nosotros y no pagan derechos de autor por las copias de nuestras obras que leen sus estudiantes.
La edición de El gaznápiro se agotó en poco tiempo. Alfonso la Torre (ALAT), crítico insobornable y temido, publicó un ensayo en que comparaba las visiones del Perú de José María Arguedas, Mario Vargas Llosa y aquella contenida en El gaznápiro. En su ensayo, Alfonso la Torre afirmó que la visión de El gaznápiro era la más terrible. Creo yo que a Alfonso no le faltaba razón, ni verdad a mi novela.
Mientras tanto, llegaba a su clímax, entre la de muchos otros, la corrupción de Alberto Fujimori y de Vladimiro Montesinos —su espía, traidor a la patria y colaborador de la CIA—, hoy también preso en la base naval del Callao. Fue el mismo Daniel Ramsay quien me confió que un grupo de civiles y militares andaba sumamente preocupado por la conducta de la dupla Fujimori-Montesinos, y me encargó que ayudara al grupo a penetrar en el macabro Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), para averiguar qué le estaba pasando al par de delincuentes. Entre una variedad legendaria de delitos, Fujimori y Montesinos distribuyeron coimas que alcanzarían los 320 millones dólares por la compra sobrevalorada de aviones de combate a Rusia y Bielorrusia. Al penetrar en las oficinas del Servicio de Inteligencia Nacional, constaté que, en pleno conflicto armado con el Ecuador, nuestros espías tenían una sola computadora aparentemente conectada a Internet, sin que hubiera un operador frente a ella.
Hace algún tiempo, Ino Moxo, un brujo de la Amazonía, le confesó a César Calvo que cuando recordaba que Fitzcarrald había transportado un barco a lomo de indio por la selva, le daban ganas de nacionalizarse culebra. Siguiendo la lección de Ino Moxo, me atrevo a decir que cuando pienso en la historia del Perú republicano me dan ganas de renunciar a la nacionalidad peruana —constitucionalmente irrenunciable— y nacionalizarme argentino, condición a la que tengo derecho gracias a mi madre. O me dan ganas de nacionalizarme panameño, a lo que tengo derecho por mi lugar de nacimiento. Ostento ya la nacionalidad estadounidense. Me tientan a renunciar a ella la cobardía y la frialdad de los americanos ante las masacres de niños y de gente común que ocurren casi a diario, porque no se atreven a cambiar una enmienda constitucional arcaica que, ahora, protege las ganancias de la National Rifle Association. La manía de llenarse los bolsillos en nombre de la libertad nos condena a que el número de armas en manos privadas, y de sociópatas, supere la cantidad de habitantes de los Estados Unidos (330 millones). Acaso la opción de Ino Moxo sea la más sensata: Culebra, siendo el ofidio sinónimo de la condición humana. No cabe reducir la culpa de la humanidad al Perú o a los Estados Unidos, aunque sus gobiernos se esfuercen hasta el cansancio por ganarse semejante distinción.
A las pocas semanas de mi visita al Servicio de Inteligencia Nacional, Fujimori me despidió de la dirección de la agencia de noticias del Estado. Tal fue una de las consecuencias de la publicación de El gaznápiro. Ojalá que el lanzamiento de El gaznapirón no nos cause problemas semejantes.
Entretanto, merced a la aparición de El gaznápiro en Lima, Paulo de Carvalho Neto, autor de Mi tío Atahualpa, y el escritor Antonio Olinto me habían nombrado miembro honorario del PEN Club de Brasil. Carvalho Neto me sugirió que restableciera el PEN Club del Perú. Para eso debía viajar a Guadalajara y participar en el Congreso Mundial de dicha institución. Mientras en la azotea de su casa yo escribía Comedia pía, una novela erótica que ocurre en el Caribe, Marcela Valencia Tsuchiya recorrió más de veinte empresas privadas buscando plata para el viaje. No aflojaron ni un centavo. Fue entonces que me reuní con Daniel Ramsay en la Tiendecita Blanca de Miraflores, y le pedí que me dijera con toda franqueza si yo estaba en una lista negra del gobierno de Fujimori. Daniel, que mantenía relaciones con Inteligencia, contestó: “No lo dudes, Alejandro.” Aquella conversación bastó para que yo decidiera hacer lo que no deseaba: un doctorado en los Estados Unidos. Merced a la amistad de Juan José Monteverde y de la Editorial Navarrete, conseguí el dinero necesario y restablecí, como su presidente, el PEN Club del Perú en Guadalajara. En ejercicio de dicho cargo, propicié que Cesáreo Martínez, poeta quechua que como Arguedas escribió en español, bailara con Günter Grass en San Petersburgo. Y, poco antes, presenté a Pablo Guevara Miraval al premio Nobel de literatura.
Daniel Ramsay lidera hoy en día la lucha contra el lavado de activos que, junto con el narcotráfico, la minería y la tala ilegales y la economía informal, mantienen al Perú postrado en el atraso.
La suerte estaba echada. No había lugar para nosotros en el Perú. Nos fuimos a la Universidad de Kentucky para hacer un doctorado en Estudios Hispánicos. En otra oportunidad narraré la sensación de sentirme perseguido por una catedrática que pretendía prohibirme enseñar la gramática del español, y criticaba el estilo atlético de mis clases. Quizá la desesperaba que yo fuera heterosexual, que tuviera una esposa con las mismas preferencias, y una hijita dispuesta a ganar campeonatos de natación.
La novela erótica, Comedia pía, se publicó en español en los Estados Unidos, mereció una segunda edición en el Perú que se agotó al poco tiempo, y está haciendo cola en la editorial Corprens. En otra ocasión, asimismo, narraré el tupé, la desfachatez del mentor y catedrático que nos llevó a la Universidad de Kentucky. Acabando de llegar, por error suyo, la universidad no nos pagó entera la mensualidad que nos correspondía como asistentes de cátedra. La solución del profesor de marras fue sencilla: nos completó la diferencia a cambio de que Marcela y yo le pintáramos los interiores de su casa mientras se iba de viaje con su mujer. Aceptamos el trueque por dos razones: no había alternativa y nunca habíamos pintado una casa. Sirva esto de advertencia para quienes viajan a hacer postgrados en los Estados Unidos. Exijan que les den seguro médico y no acepten pintar la casa de nadie.
En los Estados Unidos he enseñado español y literatura en español en seis estados. He conducido mis coches por todos esos estados, sumando algo así como 400,000 kilómetros, sin accidentes que lamentar. Me he dado el lujo de llamar infame a todo aquel o aquella que me lo ha parecido —inclusive dos inquilinos de la Casa Blanca. He pagado un precio por ello pero no me arrepiento, porque de otro modo no sería el Gaznapirón, ni Flaubert sería madame Bovary.
El gaznapirón es una ampliación histórica y perfeccionamiento estilístico de aquel borrador que se publicó en Lima con el título de El gaznápiro. El gaznapirón es una nueva novela que guarda algún parentesco con El gaznápiro. El tiempo, la historia y la investigación han atado cabos y me han ayudado a conseguir la justicia poética que faltaba en aquel borrador. El gaznapirón es una autobiografía del ser y del no-ser hispanoamericano. Es una narración del paso del mundo esperanzado de la postguerra a la distopía del Antropoceno.
Para ello me valgo de una pareja de jovencitos, Julián Pérez de Almavera y Liliana Schenone, que empiezan a amarse apenas salidos de la infancia. Frente a la miseria consuetudinaria del Perú, ambos optan por la militancia en una secta trotskista que promete salvar a la humanidad mediante la revolución mundial dirigida por la vanguardia inglesa. En Londres, Gerry Healy, que conoció a Trotski, mueve los hilos de sus militantes en el Tercer Mundo, abusa del cuerpo de las muchachitas trotskistas que asisten a sus escuelas de cuadros, reprime a los homosexuales y recibe dinero de Muhamar el Gadafi y de Saddam Hussein. Healy cuenta con el apoyo incondicional de estrellas del cine británico y estadounidense: Vanessa Redgrave y Corin Redgrave.
Julián y sus camaradas sufren los estragos de la clandestinidad, la prisión y la tortura. El gaznapirón se trata de la época actual que, por entonces, se iniciaba: miseria, política, guerra, sexo, drogas y rocanrol. El Perú en vías de desarrollo y en vías de convertirse en el primer o segundo exportador mundial de cocaína. De la relación con Liliana Schenone sólo resta el luto amoroso y la alternativa del suicidio, hasta que la capilla londinense se diluye en sus propias aberraciones, la verdad tarda pero salta a la palestra, y Julián descubre el espíritu y el cuerpo de Estercita, mujer de mujeres que lo devuelve a la vida.
Saturado de personajes inolvidables de todos los sectores y estamentos —inclusive un provincial jesuita de apellido Bergoglio—, aspiro a que El gaznapirón funcione como un retablo dramático, psicoanalítico y satírico que produzca en el público un salutífero efecto liberador, cuajado en la risa y el llanto, en el orgasmo y en la muerte. Me someto a la inclemencia de lectores y lectoras y de todo el abecedario. Me debo a ellos.
Espero yo que, siendo sin duda una novela, El gaznapirón trascienda el género para convertirse en historia nuestra: furibunda síntesis de eros y tánatos, de placer y sufrimiento extremados, vicio y deporte, gloria y derrota. Un banquete de mendigos con buenos modales y crueldad sin par que acaso termine a cuchilladas.
O que termine bien, siempre y cuando se cumpla el deseo de Víctor Hugo al final de Los miserables: “En cuanto a mí, ya no tengo más opinión política; que todos los hombres sean ricos, es decir felices, he ahí a lo que me restrinjo.”
El gaznapirón no postula la redención sino el consuelo que, según Freud, es lo que en el fondo todos buscamos.
El gaznapirón quiere ser usted, quiere ser yo. Nos deseo el mayor de los éxitos.»