Hay temas recurrentes en los poetas. Uno de ellos es la infancia. Y la mayoría de las veces se concreta en la remembranza de algunas escenas o anécdotas que ya poseen una carga poética (sea ésta feliz o terrible). Un logro escaso pues la infancia es más vasta -y a veces más indescifrable- que el lento apagón de la vejez.
Son muchos los poemas que componen una sola, maravillada y maravillosa letanía en captura de esos tiempos. Verso a verso, talentoso, certero, va como un orfebre, tallando este homenaje a aquel niño que vino a este mundo a causa de otro niño muerto, el que nació como una luz de la tiniebla. Tanto, que aún no sabe si ha aparecido.
En este libro Cotarelo ya preanuncia esos maravillados peregrinajes por los sentidos, en su primer poema: “Sí, aquel que alargó/la lenta exactitud de las horas,/el que reía a la mañana /y perseguía las sombras.//El mismo que incendiaba la noche/y ahuyentaba las serpientes”
Conmovedor, finísimo, en un solo vuelo extendido de corazón a corazón, este hermoso canto, dicho casi en secreto, no se irá nunca de la memoria del lector, que no sabrá nunca que en ella – sin que él se dé cuenta- se ha escondido para siempre un niño.
Leopoldo Castilla