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Bergman y el cine como confesionario

Cuando Ingmar Bergman filmaba un primer plano, no buscaba capturar un rostro: abría una puerta al abismo. En sus manos, la cámara se convertía en un bisturí que diseccionaba el alma humana con una crudeza jamás vista en la pantalla. Nacido en el rigor luterano de Upsala en 1918, hijo de un pastor severo cuya sombra lo persiguió siempre, Bergman hizo del cine su confesionario laico, su campo de batalla contra el silencio de Dios y el grito ahogado de la existencia. Su obra —esa cincuentena de películas que atraviesan el siglo como un relámpago negro— no es solo cine: es psicoanálisis filmado, filosofía en movimiento, un viaje al centro de la noche humana donde ni siquiera la muerte ofrece respuestas.

Su estilo, austero y ceremonial, transformó la gramática cinematográfica. Los primeros planos en Persona (1966) —ese duelo de miradas entre Liv Ullmann y Bibi Andersson— no mostraban emociones: las destripaban. Los silencios en Gritos y susurros (1972) pesaban más que los diálogos, llenos de todo lo no dicho entre hermanas que se odian y se necesitan. Los espacios vacíos —las playas desoladas de El séptimo sello (1957), las habitaciones claustrofóbicas de A través de un vidrio oscuro (1961)— eran paisajes mentales donde los personajes libraban sus guerras privadas contra la locura, la fe perdida o el vacío existencial. Bergman no decoraba: desnudaba. Cada plano era una herida abierta.

Filosóficamente, su cine es un diálogo perpetuo con el absurdo. En El séptimo sello, el caballero Antonius Block jugando al ajedrez con la Muerte no es una metáfora: es la pregunta esencial del existencialismo. «¿Qué hay detrás de la muerte? ¿Nada? ¿Y si es así, qué sentido tiene esta vida?» Bergman, como Sartre o Camus, no ofrecía consuelos. Sus personajes —el pastor atormentado en Luz de invierno (1963), la actriz enmudecida en Persona, el médico que disecciona su frialdad en El rostro (1958)— encarnaban la angustia kierkegaardiana de vivir en un universo sin réplica divina. Dios no estaba muerto: estaba ausente, y esa ausencia resonaba en cada plano, en cada grito dirigido a un cielo vacío.

Psicológicamente, sus películas son tratados sobre la fragilidad mental. Bergman, analizado durante décadas, volcó sus demonios en la pantalla: su miedo a la locura, sus matrimonios fallidos, su terror a la esterilidad creativa. En Fresas salvajes (1957), el viaje del profesor Isak Borg es una inmersión freudiana en la memoria culpable; en Sonata de otoño (1978), el duelo entre madre e hija (Ingrid Bergman y Liv Ullmann) desnuda el narcisismo y la culpa como fuerzas destructivas. Bergman sabía que la familia no era un refugio: era el campo minado donde estallaban las verdades más crueles.

Su contribución al cine mundial es incalculable. Creó un lenguaje de introspección que influyó en directores de todo el mundo, de Tarkovsky a Lars von Trier, de Woody Allen a Ari Aster. Le dio al cine nórdico una voz universal. Demostró que lo local —el paisaje sueco, el rigor protestante— podía hablar de crisis metafísicas globales. Convirtió a actrices como Liv Ullmann, Harriet Andersson y Bibi Andersson en arquetipos de la mujer moderna: complejas, heridas, dueñas de una fuerza que nacía de su vulnerabilidad.

Hoy, en la era del streaming y la hiperestimulación, el legado de Bergman resurge con urgencia. Sus películas nos recuerdan que el cine puede ser un acto de vértigo espiritual, un espejo que nos devuelve preguntas incómodas: ¿Cómo soportamos el peso de nuestra libertad? ¿Qué hacemos con el silencio de Dios? ¿Es posible el amor cuando cargamos con heridas que ni el tiempo cierra? En un mundo que huye del vacío con ruido y consumo, Bergman sigue ahí, en la penumbra de una sala de cine, desafiándonos a mirar de frente lo que más tememos: nuestra propia sombra. Como escribió en sus memorias: «Hacer cine es tocar la muerte con la punta de los dedos y seguir creando». Él tocó la muerte, la locura, la duda. Y al hacerlo, le dio al cine la dignidad de un rezo ateo.

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