Editorial por Clara Gagliano
Inquieta profundamente, al menos a mí, ver cómo grandes medios –aquellos faros que deberían alumbrar las sombras del poder– pasan a manos de quienes ya concentran demasiada influencia. Cuando Jeff Bezos compró el Washington Post o cuando surgieron acusaciones documentadas sobre Mauricio Macri y La Nación, no presenciamos simples operaciones financieras. Observamos una transferencia de un bien público a esferas privadas: la narrativa colectiva.
Confieso escepticismo ante el relato del magnate redentor. ¿Cómo creer en la neutralidad de quien debe lealtad a sus accionistas, a su imperio comercial, a su legado político? La historia nos muestra patrones inquietantes: redacciones adelgazadas por la rentabilidad, temas incómodos desvanecidos sin órdenes explícitas, enfoques editoriales que domestican críticas. El conflicto es connatural: un medio propiedad de un gigante tecnológico jamás será implacable investigando monopolios digitales. Un diario vinculado a un expresidente difícilmente escarbará en los rincones oscuros de su gestión.
En nuestro contexto, las acusaciones sobre Macri y La Nación duelen como síntoma de una enfermedad mayor: esa ósmosis tóxica entre dinero, política y medios. No necesitamos pruebas de escrituras notariales para alarmarnos. Basta ver cómo ciertas coberturas se pliegan a narrativas convenientes, cómo se esfuman preguntas incómodas, cómo el periodismo pierde filo cuando podría herir a sus dueños.
Y en el caso Bezos, reconozco la paradoja: bajo su custodia, el Post floreció digitalmente. Pero desde mi rol de lectora, confieso que me alarma esa doble vinculación: contratos millonarios con agencias como la CIA y el Pentágono. ¿Qué independencia editorial cabe esperar cuando el vigilante recibe su sustento del vigilado?
Escribo esto convencida de que la prensa no debe ser una fábrica de contenidos, sino el espacio donde la sociedad se cuestiona, los vulnerables hallan voz y el poder enfrenta escrutinio. Permitir que este santuario sea custodiado por élites es normalizar una censura elegante: la que no prohíbe, sino que posee.