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Editorial: la palabra como campo de batalla. Misoginia y violencia discursiva contra Cristina Fernández de Kirchner

Por Clara Gagliano, Editora Corprens

Las palabras no son inocentes. Nombran, pero también hieren; construyen realidades, pero también las destruyen. Como afirmó Valentín Voloshinov (lingüista ruso, marxista y miembro del llamado «Círculo de Bajtin»), el signo lingüístico se convierte en la arena de la lucha de clases: en cada discurso, en cada titular, en cada adjetivo, se libra una pugna por el poder simbólico. Y cuando ese poder se ejerce editorialmente contra las mujeres en la esfera pública —especialmente contra aquellas que desafían los mandatos de género— el lenguaje se convierte en un arma cargada de misoginia.

El caso de Cristina Fernández de Kirchner es paradigmático. No solo por su relevancia política, sino por la saña con que ciertos medios, voces públicas y redes sociales han construido un relato sobre ella que excede lo ideológico para adentrarse en lo visceral. Los ataques no se limitan a criticar sus medidas de gobierno o su gestión; se personalizan, se sexualizan, se degradan. La llaman yegua, bruja, loca, ambiciosa, enferma —epítetos que, aplicados a un hombre en su posición, serían impensables—. Ridiculizan su tono de voz, su ropa, su expresión corporal, su aspecto. Se la acusa de manipular, de histriónica, de «no saber su lugar».

Esta retórica no es casual: responde a una tradición que asocia el poder femenino con la amenaza, la ilegitimidad o el descontrol. Como bien nos enseñó Rita Segato, el lenguaje misógino busca domesticar a las mujeres que transgreden los espacios masculinizados —la política, la economía, la opinión pública—. Y cuando esa mujer, además, representa proyectos populares y confronta con las élites, la violencia discursiva se duplica: es de clase y de género.

Los grandes medios de comunicación, presentándose como meros informadores cuando en realidad son actores políticos, perpetúan sistemáticamente esta lógica discriminatoria. Sus recursos discursivos —desde los titulares peyorativos («Cristina, la reina del conflicto», «La vicepresidenta desafía con su actitud») hasta las imágenes violentas (su rostro golpeado, quemada en la hoguera, en poses sexualizadas)— trascienden el periodismo para convertirse en instrumentos de estigmatización. Esta construcción mediática patologiza la disidencia política, transforma la firmeza en irracionalidad y el liderazgo en maquinación. El doble estándar de género resulta evidente: mientras a un hombre se lo califica de «firme», a ella se la tilda de «autoritaria»; si él «negocia», ella «chantajea».

Frente a esto, la disputa por el sentido es también una lucha política. Los movimientos feministas, las intervenciones en redes y hasta los discursos de la propia Cristina —quien ha denunciado reiteradamente esta «violencia mediática»— son actos de resistencia. Porque cuando una mujer reclama su derecho a nombrar(se), a definir los términos de su propia historia, está quebrando el monopolio masculino de la palabra pública.

Voloshinov tenía razón: el lenguaje es un campo de batalla. Y en esa batalla, cada adjetivo, cada silencio cómplice, cada discurso que reduce a una mujer a caricatura, es un golpe más en una guerra simbólica que busca, ante todo, expulsarla de la historia. La pregunta es: ¿qué voces estamos dispuestos a amplificar? ¿Qué relatos vamos a normalizar? Porque al final, como nos enseñó Cristina en sus peores momentos, «callar es también una forma de hablar». Y hoy, más que nunca, el silencio es un lujo que no podemos permitirnos.

 

Nota final: Esta editorial no defiende a CFK por su ideología, sino que denuncia un patrón de violencia discursiva que excede lo partidario y revela cómo el poder se ejerce, también, a través de las palabras. La crítica política es legítima; la misoginia, nunca.

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