En este momento estás viendo TikTok y el arte de vender lentitud

TikTok y el arte de vender lentitud

Ayer, entre un tutorial de crochet express y el último desafío de coreografías, mi algoritmo me regaló un pequeño milagro: cuarenta segundos de Satantango. Solo era Bela Tarr filmando a una vaca caminar bajo la lluvia en blanco y negro, un plano que en el cine dura doce minutos, para algunos interminables. Abajo, los comentarios hervían: «Esto me tiene hipnotizada», «¿Dónde veo la peli completa?», «Al fin algo que no me exige sonreír». ¿Cómo llegamos a esto? ¿Cómo es que el templo de la inmediatez se rinde ante la icónica lentitud de Bela Tarr?

La respuesta está en el hambre. Hambre de textura en un mundo de plástico, de vacíos que respiran en medio del ruido constante. Los chicos que hojean Solaris en clips de 60 segundos no son masoquistas: son náufragos buscando islas de sentido. TikTok, con su inteligencia perversa, ha entendido que hasta la generación de la dispersión necesita contraprogramación. Por eso empuja estos fragmentos de cine lento como quien ofrece vasos de agua en el desierto: el plano de la vela en Nostalgia, la niebla comiéndose la casa en Stalker, esos planos-secuencia de Tarr que son autoterapia visual.

Lo genial es cómo lo traducen. Los creadores son curadores piratas: ponen música de Phoebe Bridgers sobre el andar de los personajes de Werckmeister Harmonies, aceleran sutilmente el metraje sin romper el hechizo, añaden textos que explican poco y sugieren mucho: «Cuando tu ansiedad te dice que corras, pero la película te susurra: espera». No venden películas, venden estados del alma. Y funciona porque el slow cinema —ese pariente incómodo del arte que te exige soltar el control— resulta perfecto para la pantalla vertical: es una cápsula de oxígeno que consumes en pausas de autobús, entre notificaciones de Uber y memes de gatitos.

Tarkovsky lo sabía: el tiempo cinematográfico debe moldearse como arcilla. Lo que no imaginó es que su arcilla se repartiría en dosis de TikToks. La belleza está en el desfase: chicos que graban sus vidas en ráfagas de 15 segundos se sumergen voluntariamente en planos de siete minutos. Son los mismos que luego comentan: «Nunca vi nada igual, me duele el alma, pero en buen sentido».

No es un fenómeno nuevo (el cine siempre se recicló en clips), pero sí revelador: la lentitud ya no se vende como elitismo cultural, sino como resistencia neurológica. Cuando un adolescente guarda el plano de la hierba moviéndose en El espejo porque «me calma el pánico antes de dormir», está haciendo algo más profundo que consumir cultura: está usando a los grandes maestros del tiempo como compañeros de batalla contra la prisa tóxica. Es imposible pasar por alto la paradoja: la plataforma que nos volvió adictos a los microestímulos ahora nos receta antídotos de silencio.

Quizás por eso los fantasmas de Tarkovsky y Tarr no protestan desde el más allá. Al fin y al cabo, sus películas siempre trataron sobre esperas sagradas. Y qué mejor altar para lo sagrado que este caos de scroll infinito donde, de pronto, una adolescente en Buenos Aires pausa su feed frenético para perderse en el andar de una vaca húngara. El milagro no es que el slow cinema sobreviva en TikTok. El milagro es que TikTok, sin querer, nos esté enseñando a ver.

Deja una respuesta