Por Luis Hernán López
Periodista y escritor
En los relatos inéditos y poco conocidos de la historia de nuestro país, surgen miles de detalles y anécdotas, muchas de ellas graciosas y otras crueles y que formaban parte de la vida cotidiana. Lo curioso de estos hilos sueltos de la historia es que la mano ejecutora de los “chistes pesados” eran los líderes políticos y militares, muchos de ellos hoy celebridades.
Sin embargo, poetas, escritores, periodistas, militares de menos rango en sus memorias, hartos de la deshumanización tan atroz, lograron transmitir detalles crueles de la vivencia diarias en una época donde la sangre regaba la tierra, sin más necesidad que la propia sed de poder.
Lo cierto es que las diferencias sociales en el siglo XIX eran muy marcadas; en esa época ser mulato, pardo libre, nativo, pobre y con defectos físicos o mentales, podía ser una combinación letal para quienes debían soportarlas en carne propia. Si a estos detalles se le suma que la mente perversa encargada de llevar a cabo esos juegos macabros, sólo por diversión, era nada más y nada menos que el propio gobernador Juan Manuel de Rosas, concluimos que la gran esperanza de las víctimas no era la libertad, sino la propia muerte.
Juan Manuel de Rosas tuvo una marcada afición a rodearse de locos bufones. Uno de los escritores más destacados del país como lo fue José Ingenieros, en su libro “La locura en la Argentina” se extiende sobre la popularidad de los cuatro locos que vivieron durante muchos años junto al “Restaurador de las Leyes” en su residencia de Palermo. Tres de ellos, mulatos: el gran mariscal don Eusebio, el reverendo padre Biguá y el loco Bautista. El negro, el más joven, era conocido como el negro Marcelino.
También refiere Ingenieros que “Juan Lavalle en su juventud, era familiarmente conocido en Buenos Aires por el loco Lavalle, reputación que expresaba su carácter indisciplinado y levantisco; en el mismo sentido fue usual hablar de el loco Alvear, el loco Dorrego y el loco Rosas, sin que esas denominaciones tuvieran fundamento médico”.
El general Unitario Gregorio Aráoz de Lamadrid relata en sus “Memorias”, cómo Manuel Dorrego, estando castigado en Santiago del Estero y al enterarse que el General Belgrano pasaba por allí, rumbo a Buenos Aires, alistó a un reconocido loco de ojos extraviados a quien «mandó a felicitarlo vestido de brigadier».
¿Cómo se trataba a los alienados en el siglo XIX?
El hombre a través de su historia ha tratado a los enfermos mentales de diversas maneras.
En la alta encumbrada sociedad de mediados del siglo XIX, las familias que tenían algún integrante con dificultades físicas o mentales, terminaban recluyéndolos en el altillo de la estancia, en tanto en las grandes ciudades, en el manicomio.
Según se cuenta, los alienados en la época de Juan Manuel de Rosas estaban recluidos en el Hospital General de Hombres, donde su Cuadro de Dementes era, de hecho, el manicomio de la ciudad. En 1830 sobre 200 enfermos había 120 alienados y en 1854 -dos años después de la caída del gobernador- figuraban 131 dementes sobre un total inferior a 200 enfermos.
Se puede afirmar que en ese tiempo los alienados constituyeron la mayoría de los enfermos allí hospitalizados. En el Hospital de Hombres los alienados vivían en completa aglomeración, muchos de ellos sin otra cama que el desnudo y frío suelo, en calabozos húmedos, oscuros y pestíferos. Los cepos para sujetar y calmar a los furiosos, y los cepos que contenían las mismas camas, eran de uso frecuente para calmar la agitación. De los médicos que asistían a los alienados, el único que seguía una terapéutica más racional, era el doctor Claudio Mamerto Cuenca.
Los bufones preferidos
Muchos intelectuales o profesionales de distintas índoles, contemporáneos con el Restaurador de las Leyes, han abordado la ocurrente idea de Rosas en formar un gabinete de consejeros con gente extraída del manicomio de la ciudad o de las calles donde vagaban con serios problemas mentales.
La mayoría de la bibliografía existente se basa en los relatos del escritor y ensayista José Ingenieros, quien plasmó minuciosos detalles del rol de cada uno de ellos.
Rosas, como era frecuente en los gobernantes, tenía marcada afición a rodearse de locos bufones. Se cuenta que en su juventud gustaba de frecuentar los puestos de las recovas de la plaza de la Victoria, armando juerga en torno de algún negro o mulato extraviado de juicio, que mezclaba las procacidades de su delirio con risueñas retóricas de exaltado patriotismo.
En la década de 1820, Rosas contaba entre sus amigos de confianza al profesor italiano de retórica Vicente Virgil, llegado al país en 1813 desde Italia. Era un hombre «tan ilustrado como irresponsable». Se hizo amigo de Juan Manuel de Rosas y en 1831 lo metieron en la cárcel y fue posteriormente desterrado. El entonces coronel Rosas intercedió a favor de Virgil ante las autoridades clericales debido a que éste era un acérrimo enemigo de distintas figuras pertenecientes al clero de la época, a los que atacaba con folletos y pequeños diarios, según cuenta el historiador Saldías en Historia de la Confederación Argentina.
Cuatro locos vivieron durante muchos años en la residencia del Restaurador en Palermo, con la singularidad de ser mulatos tres de ellos -el Gran Mariscal Don Eusebio, el Reverendo Padre Biguá y el Loco Bautista- y negro, el más joven, conocido como el negro Marcelino.
José Ingenieros, en su libro “La locura en la Argentina”, se extiende sobre la popularidad de dos locos: el Mudo de los Patricios, que era «idiota, tartamudo, residía pegado a la puerta del cuartel de los Patricios y marchaba inconscientemente, como hacia todas las cosas».
Más famoso aún fue el padre Castañeda. Después de la renuncia de Pueyrredón en 1819, Castañeda fundó al mismo tiempo hasta ocho periódicos. En todos ellos esgrimía chispazos de agudísimo ingenio. Ingenieros refiere que en todos sus escritos se advierte una progresiva desorganización de su personalidad moral. JoséMaría Ramos Mejía, en La neurosis (1915), encuentra que el origen de la locura en el Río de la Plata tiene que ver con «el terror en las clases superiores, y ese brusco cambio de nivel que experimentaron las clases bajas, que elevadas rápidamente por el sistema de Rosas a una altura y prepotencia inusitadas, tuvieron también su parte en la patogenia».
El loco Don Eusebio
El Gran Mariscal Don Eusebio era el más atrevido de los cuatro. Aseguran que en reuniones que Rosas tenía con personajes encumbrados de la milicia y política porteña, Eusebio tenía carta blanca para decir la mayor insolencia sin importar a quién. Rosas festejaba ruidosamente estas procacidades, y la víctima no tenía más remedio que aguantarlas, por no disgustar a don Juan Manuel.
No hay ninguna duda que el loco Eusebio fue el más hábil de los bufones de Rosas, quien con gran perspicacia, descubre enseguida cuál de las personas presentes era la más antipática para su amo, y sobre ella comenzaba sus burlas, señalando elementos de su vestuario o haciendo comparaciones ridículas con algunas partes de la anatomía. El burlado no podía hacer otra cosa que soportar las “atenciones” del mulato.
Uno de los actos más murmurados por todos, fue cuando Rosas invitó al loco Eusebio a la fiesta de su propia cuñada María Josefa Ezcurra y lo obligó a bailar un minué con ella. Aseguran que la incomodidad de los presentes era tan visible que la propia Josefa, intentaba emular una sonrisa totalmente sonrojada de vergüenza.
Rosas tenía la idea fija de entregarles personajes con rangos, a la vez que obligaba a su entorno que les respetaran los mismos.
El loco Eusebio asistía de noche a los cuarteles vestido con uniforme y condecoraciones, donde le hacían la guardia y también el centinela del cabildo, quien le saludaba con toque de tambor: “Cabo de guardia, el señor gobernador”.
Guillermo Enrique Hudson conoció de niño al bufón Eusebio con su traje de general y su tricornio escarlata coronado con un inmenso penacho de plumas escarlatas: “Marchaba con tremenda dignidad, cola espada colgándole al costado, y doce soldados, también en escarlata, caminaban, seis a cada lado de don Eusebio, con las espadas desnudas en sus manos… al propio gran Rosas no lo pude ver, pero algo fue poder echar ese momentáneamente vistazo al general Eusebio, su bufón en la víspera de la caída de aquél”.
El Grito Argentino, diario opositor a Rosas, publicaba en Montevideo en 1839 caricaturas con leyendas críticas al gobierno rosista y en varias de ellas se puede apreciar a Eusebio con un fuelle. En el n° 5 relata cuando Rosas recibe la cabeza de Zelarrayán: “y con la costumbre que tiene de divertirse con la vida de los hombres, se puso a jugar con ella; a empinarse botellas, y a soplar con el fuelle al mulato loco Eusebio, plantándole después su pata de caballo en la barriga con riesgo de matarlo, como mató antes al otro mulato Biguá”.
Ramos Mejía conoció al loco Eusebio, muerto en 1873, en la sala del viejo Hospital de Hombres, de donde fue él practicante de primer año de Medicina, e interrogó a este personaje que poseía una verbosidad informativa y le gustaba recibir propinas por contar sus anécdotas: “reproducía las clásicas escenas en que fue actor, bien a su pesar algunas veces: la monta del potro bravío con espuelas nazarenas, los llantos y oraciones en el velorio de la ilustre heroína, versadas y discursos cuyos detalles la fiel memoria conservaba respetuosamente”.
En un curioso documento del Archivo de Policía, reproducido en La Revista Criminal, fechado el 14 de marzo de 1850, firmado por Pedro R. Rodríguez, capitán escribiente de la Secretaría de Rosas y dirigida al jefe interino de Policía, se le comunicaba que “el infrascripto ha recibido orden del Excmo. Señor Gobernador de la Provincia, Brigadier Don Juan Manuel de Rosas, para decir a V.S. que habiendo sabido S.E. que el loco Don Eusebio anda con una pistola cargada, lo llame V.S. y le diga de orden de S.E. que ni por las leyes de Colón, ni por ningunas otras, pueden los grandes Mariscales, ni los Gobernadores andar con pistolas, exponiéndose así a una desgracia: que por esto el Señor Mariscal jamás habrá visto a su padre, ni en poblado ni en campaña, cargar armas de ninguna clase; y que en su virtud habiéndolo así representado al Excmo. Señor Gobernador Don Juan Manuel de Rosas los señores jueces de justicia, para satisfacerlos, ordena S.E. al Señor Mariscal le mande la pistola a efecto de mandarla S.E. con el correspondiente oficio a los señores jueces de justicia”.
El Reverendo padre Biguá
En sus actos de permanente burla y provocación, Rosas exigió al gobernador de Santa Fe, Estanislao López, que se le diera al loco Biguá tratamiento de obispo, en circunstancias de tramitarse la designación de ese cargo eclesiástico para Santa Fe. Otros locos propagandistas pertenecían al famoso “clero federal”, y no tenían respeto alguno por el hábito que vestían. Entre ellos se distinguía el cura Gaete, párroco de La Piedad –cruel personaje de la novela Amalia de José Mármol-, que en sus orgías de alcohol y de prostitutas predicaba el exterminio de los locos unitarios “y de sus inmundas crías”, a la vez que colocaba el retrato del Restaurador en los altares y vestía las imágenes de los santos con las rojas divisas del Partido Federal.
Según Ramos Mejía, la muerte de Juan Lavalle fue mandada festejar por Rosas y el cura Gaete organizó una borrachera en La Piedad en octubre de 1841.
Cuando murió Encarnación Ezcurra, Juan Manuel de Rosas se encerró en una habitación a lamentar su desaparición con Biguá y Don Eusebio. En algunos momentos se detenía ante el dolor y pegaba una bofetada a uno de sus locos y con voz triste les preguntaba:
— ¿Dónde está la heroína?
— Está sentada a la diestra de Dios Padre Todopoderoso—, respondía Biguá, y volvían a llorar.
Dice Ingenieros que cuando se aproximó el día de la ejecución de los asesinos de Facundo Quiroga, Rosas envió a Biguá a la celda donde estaba Guillermo Reynafé, diciéndole que le ofrecía el perdón, con la intención real de burlarse de él. Comenta Ingenieros que el loco hizo gran alboroto en la cárcel, incitando a los reos a que se confiesen con él. Al pasar cerca de Guillermo Reynafé, éste le dio tal bofetada que lo dejó sin aliento y se retiró llorando a los gritos expresando que se lo iba a contar a su papá Rosas.
El loco Bautista… el menos gracioso
Ramos Mejía describe a los bufones con sus perfiles grotescos y fisonomías deformes. Los llama “imbéciles abofeteados por Rosas en sus horas de recreo”. El loco Bautista era menos gracioso, por hallarse próximo al estado demencial. Rosas lo empleó como víctima pasiva de sus diversiones. Se ha escrito que era el preferido para que “le insuflaran los intestinos por medio de fuelles y hacerlo luego montar con espuelas”, o bien para “hacerle arrancar los pelos del periné por medio de pinzas”.
El negrito Marcelino completaba la tetrarquía de los bufones familiares. El padre Biguá acostumbraba valerse de Marcelino para ejecutar pequeñas estafas, de las cuales nadie reclamaba temiendo el enojo del Restaurador.
El Negro Marcelino y otros locos
Sobre el negro Marcelino no hay tanta información como la de sus compañeros. Algunos autores lo señalan como el corista de Rosas, aunque seguramente no ha escapado a bromas pesadas del Restaurador de las Leyes.
Entre los locos propagandistas inducidos por Rosas para que circularan por la ciudad para anunciar sus victorias y difundir sus amenazas se encontraban Camilo Palomeque, el padre Cardoso, Ramos, etc. José María Ramos Mejía destacaba entre los locos propagandistas al famoso coronel Vicente González, “más conocido por Carancho del Monte, a quien Rosas le escribía cartas dándole el título de Conde de la Calavera y Majestad Caranchísima; este desgraciado hizo testamento encomendado su alma a San Vicente Ferrer y al Restaurador de las Leyes. Cual sucede con todos estos bribones, la religión servía de instrumento de disimulación”.
«Los locos de Palermo decayeron en sus funciones durante los últimos años de la tiranía rosista. La edad, la fatiga y algunos achaques apagaron en Rosas aquel buen humor que le venía desde la infancia y que en su primera juventud le valiera ser llamado el Loco Rosas», según cuenta Ramos Mejía.
Las pesadas bromas de Dorrego
En 1814, debido a sus derrotas en Vilcapugio y Ayohuma, el Directorio reemplazó a Manuel Belgrano por San Martín. Un día, San Martín ordenó que los jefes de los distintos cuerpos fueran a su casa todas las noches. Eran reuniones de trabajo. Belgrano y Dorrego eran dos de ellos. Una noche, Dorrego, un indisciplinado total, se burló de la voz aflautada de Belgrano. San Martín lo castigó mandándolo a Santiago del Estero.
A principios de 1820, con la salud por el suelo, Belgrano regresó a Buenos Aires. Pasó por Santiago del Estero donde estaba el castigado Dorrego, quien otra vez se burló de él. Había un loco por allí. Dorrego lo hizo traer, le puso un uniforme de brigadier y con esa vestimenta lo mandó a saludar a Belgrano.
Bibliografía:
Blog de Sandro Olaza Pallero
Felipe Piña
elhistoriador.com
Ingenieros, José, La locura en la Argentina, Buenos Aires.
Relatos de Ramos Mejía.
Juan A., Juan Manuel de Rosas. Su iconografía, Buenos Aires.
Wikipedia
Raed, José, El general Rosas tiene la palabra. Cartas inéditas de Rosas, Roxas y Patrón, Buenos Aires.
Infobae
Hudson, Guillermo Enrique, La tierra purpúrea. Allá lejos y hace tiempo.
García, Juan Agustín, Obras completas, Buenos Aires.
Gálvez, Víctor [Quesada, Vicente G.], Memorias de un viejo