Por Alejandro Frias (escritor y periodista).
El 2016 fue considerado “el año Di Benedetto”, puesto que se cumplían, a lo largo de esos doce meses, tres décadas de su fallecimiento, cuatro del secuestro que sufrió de parte de la dictadura militar (recordemos que Antonio Di Benedetto fue el primer escritor detenido por el gobierno de facto) y sesenta de la primera edición de Zama.
Durante ese año, muchas fueron las actividades que se realizaron en torno a su obra, y una de ellas fue la publicación del libro Tras la sombra de Di Benedetto (Ediciones Culturales Mendoza, 2016), una antología de textos sobre el escritor a la que habían aportado sus escritos Rodolfo Braceli, Hugo de Marinis, Rafael Morán, Mercedes Fernández y Alberto Atienza, entre muchos más.
En noviembre de ese año, en el marco de la XIV Feria del Libro Teatral, fui invitado, en mi carácter de director en ese momento de Ediciones Culturales Mendoza, a presentar Tras la sombra de Di Benedetto en el teatro Cervantes. Esa tarde, en el público estaban presentes Graciela Maturo, escritora e investigadora; Susana Delgado, artista plástica; Josefina Delgado, exvicedirectora de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, y Cristina Lucero, custodia de varios archivos de Di Benedetto y hermana de Graciela, la última pareja del escritor, entre varias personas más, pero me detengo a nombrarlas a ellas por dos razones: primero, porque tuvieron con Di Benedetto una relación más intensa, más próxima, tanto desde la amistad como desde lo laboral, y segundo, porque una vez terminada la presentación todas ellas, desde el más absoluto respeto, se acercaron para hablar conmigo.
Otro Di Benedetto
El libro Tras la sombra de Di Benedetto es, como ya dijimos, una compilación de artículos que hablan del escritor. Por supuesto, en él se incluyen testimonios de su detención en Mendoza por la dictadura militar.
Salvo excepciones (muy escasas), en el libro se describe a un Di Benedetto huraño, introspectivo, poco sociable. Justamente por eso, Maturo, Lucero, Josefina Delgado y Susana Delgado (que poseen el mismo apellido pero la relación entre ellas no es de familia) se acercaron a mí para decirme algo contundente: Di Benedetto no era ese que se describía en el libro o, al menos, no era el Di Benedetto que, después del exilio, se instaló en Buenos Aires, donde fue director de Casa de Mendoza, designado por el primer gobernador de la democracia, Santiago Felipe Llaver.
Maturo ya era amiga de Di Benedetto en Mendoza; Josefina Delgado había tenido una estrecha relación con él desde lo laboral; Susana Delgado había trabajado con él en Casa de Mendoza y Lucero lo había conocido y estrechado relaciones a partir de la relación amorosa entre su hermana Graciela y el escritor. Es decir, me encontraba ante gente que lo había tratado en distintas situaciones y por distintas circunstancias, y todas coincidían en lo mismo: el Antonio Di Benedetto que conocíamos en Mendoza no era el mismo que vivió en Buenos Aires desde su regreso de España.
Testimonios de un cambio
Las personas que lo conocieron en Mendoza y que dejaron su testimonio tanto en Tras la sombra de Di Benedetto como en entrevistas, charlas, escritos y demás que andan por ahí, relatan experiencias similares. Por otra parte, para quienes lo trataron en Buenos Aires, Di Benedetto es una persona con un carácter totalmente opuesto al que tenía en tierras cuyanas.
Luego de aquella presentación en el teatro Cervantes conocí más profundamente a ese Antonio Di Benedetto, especialmente gracias a estas cuatro mujeres que se me acercaron para revelarme a un ser amable, solidario, sensible y sensibilizado y con una actitud espiritual que no eran su sello en Mendoza.
A comienzos de la década de 1990, escuché en una charla a Ana Freidenberg, por entonces presidenta de SADE Mendoza, contar que Di Benedetto llegaba al extremo de cruzarse de vereda si divisaba adelante a personas con las que no quería encontrarse, y que por lo general caminaba solo y evitando cualquier contacto. En contrapartida, Cristina Lucero cuenta, incluso en una entrevista aparecida en la revista Ñ en 2016, que Di Benedetto caminaba junto a su hermana quince cuadras, pero que, además, compartían tertulias, reuniones sociales, charlas y daba talleres literarios.
En Mendoza aparecen testimonios de un Di Benedetto que se resistía a compartir conversaciones con otros escritores y a dar charlas, mientras que en Buenos Aires, según Susana Delgado en una carta que me dirigió al respecto, “diariamente recibía muchos llamados y visitas, numerosos periodistas interesados en hacerle reportajes, escritores, cineastas, gente de la cultura, pero la mayoría eran de mujeres que lo admiraban o se sentían atraídas por él como escritor, como personalidad y como hombre”.
En esa misma carta, Delgado también contrapone a esos dos posibles Di Benedetto al señalar: “Tenía un gran sentido del humor, un humor refinado, agudo e inteligente que formaba parte de su atractivo natural, contradiciendo la imagen de hombre formal y algo solemne que tal vez transmitió en otros tiempos, cuando se desempeñaba como subdirector del diario Los Andes de Mendoza”.
Este Di Benedetto que trabajaba y recibía gente de lunes a viernes en su oficina de la Casa de Mendoza en Buenos Aires también mostraba otra faceta de la que en la provincia cuyana no hay registro: su relación con la religión.
En la conferencia dictada en la UNCuyo en 2016 y titulada “Antonio Di Benedetto: La escritura como vía de conversión”, Graciela Maturo propone, al analizar el cuento Ortópteros, y refiriéndose a la actitud de Di Benedetto sobre el final de su vida y en sus últimas producciones: “Hay aquí material suficiente para postular un periplo de transformación de la conciencia que no he vacilado en calificar de ético-religioso el cual provee el acceso a la serenidad y la sabiduría”.
Por su parte, en una carta que Maturo me remitió y que había sido enviada a ella por Carlos Romero Sosa, este da cuenta de un Di Benedetto que entablaba relaciones con personas a las que conocía “haciendo compras”, y en esa misma esquela, Romero Sosa dice: “Ciertamente lo encontré en la iglesia de San Agustín varias veces”.
Y en cuanto a su relación amorosa, en la extensa dedicatoria de un libro para una amiga de Graciela Lucero, dedicatoria escrita en tercera persona con un claro toque de humor (recuerden la descripción de Delgado reproducida más arriba), Di Benedetto escribe al final: “Antonio pretende ansiosamente que Norma sepa ya que para él Graciela constituye la culminación concreta o ilusoria de una ferviente esperanza”.
Poco después de haber escrito esa dedicatoria, Di Benedetto falleció.
En el final
A partir de estos testimonios y varios más que he optado por dejar afuera en favor de la brevedad, parece no quedar nada de ese parco Di Benedetto de tierras mendocinas en aquel Di Benedetto de aires porteños.
¿Con qué o con quiénes estaba enemistado Antonio Di Benedetto y qué efectos tuvieron en él la dictadura, la prisión y el exilio?
Seguramente, esto que acaban de leer no da muchas pistas para pretender dar respuesta a esas preguntas. En definitiva, la intención era mostrar ambas facetas, quizás dos formas de una misma persona. Pero no nos vayamos sin intentar adentrarnos, aunque sea un poco, en los motivos de ese cambio, y para ello recurramos nuevamente a la conferencia ya citada de Graciela Maturo, en la que, analizando la obra de Di Benedetto en el exilio y la escrita en Buenos Aires, concluye: “Aborda Di Benedetto, en esa fase última, una escritura poética iluminada por el sacrificio, la conciencia penitencial y el perdón. Sus dos últimos libros de cuentos, como su novela Sombras nada más (1985), publicados después de su experiencia de prisión y exilio, oscilan entre el triunfo sobre el dolor y la tiniebla, la comprensión del Mal, el espíritu penitencial y el perdón de los enemigos, dando lugar al espíritu de conversión y el mensaje salvífico a sus lectores. […]
La simbolización estética parece ofrecerse como la única posibilidad de comprensión y en alguna forma de salvación, para el hombre marcado por el sufrimiento y la muerte, que ha superado ya largamente las limitaciones personales para erigir una comprensión universal de lo humano. […] No se trata, claro está, de una aceptación lisa y llana de culpas personales –y menos aún, en este caso, de las supuestas culpas por las cuales Di Benedetto fue artificialmente imputado y apresado–, sino de un cambio de actitud interior ante el Mal. El escritor accede a dar una respuesta a la invitación latente en las Escrituras a interpelar la propia vida, y transformarla”.
