En la historia de la música folklórica argentina, el nombre de Atahualpa Yupanqui brilla con fuerza propia. Sin embargo, detrás de muchas de sus canciones emblemáticas late la creatividad de una figura clave, silenciada por el machismo de su época: Nanette Pepín-Fitzpatrick, su esposa y colaboradora, quien firmó sus obras bajo el seudónimo masculino Pablo del Cerro. Su historia es un testimonio de talento opacado por los prejuicios, pero también de una alianza artística que marcó el cancionero popular.
Nanette, nacida en Francia en 1909 y radicada en Argentina, no solo fue compañera de vida de Yupanqui, sino su cómplice creativa. Juntos recorrieron el país, absorbiendo paisajes, historias y sonidos que se convertirían en canciones universales. Aunque Yupanqui solía llevar todo el crédito, Nanette participó activamente en la composición de letras y poemas que dieron forma a clásicos como «Los hermanos», «El arriero», «La añera» y «La pobrecita». Su sensibilidad literaria y conocimiento de las tradiciones rurales enriquecieron el repertorio que hoy define la identidad folklórica argentina.
En las décadas de 1940 y 1950, el ámbito musical —especialmente el folklore— era un territorio dominado por hombres. Las mujeres enfrentaban desprecio y marginalización como creadoras, relegadas a roles de intérpretes o musas. Para que las letras de Nanette fueran escuchadas, ambos decidieron ocultar su autoría tras el nombre Pablo del Cerro, un homenaje a los cerros tucumanos que tanto amaban. Este gesto, aunque práctico, reflejaba una realidad dolorosa: el talento femenino necesitaba enmascararse para ser validado.
Recién en años recientes, gracias a investigaciones académicas y al testimonio del propio Yupanqui en sus memorias («El canto del viento»), se ha empezado a visibilizar el aporte de Nanette. En sus textos, Yupanqui reconoció su «mano maestra en los versos» y su rol como «compañera de los caminos y las ideas». Aun así, su nombre sigue ausente en muchos registros históricos, eclipsado por el seudónimo masculino y la sombra de su marido.
La historia de Nanette no es un caso aislado. Como ella, muchas mujeres de su tiempo —y aún hoy— enfrentaron la necesidad de ocultar su autoría o minimizar su rol en proyectos artísticos. Su caso invita a revisar la historia del folklore con una mirada crítica, preguntándonos cuántas otras «Pablo del Cerro» permanecen en el anonimato.
Nanette Pepín-Fitzpatrick murió en 1990, pero su voz perdura en versos que han atravesado fronteras. Su vida recuerda que el arte es, a menudo, una obra colectiva, y que la lucha por el reconocimiento femenino en la cultura sigue vigente. Como escribió en «Los hermanos»: «Hay un pueblo que espera, hermano, la hora de su claridad». Hoy, esa claridad también implica nombrar a quienes, como Nanette, escribieron la historia desde las sombras.