En los escombros de la Segunda Guerra Mundial, Italia no solo reconstruía sus ciudades, sino también su identidad cultural. De este contexto surgió el neorrealismo, un movimiento cinematográfico que transformó para siempre el lenguaje del cine, privilegiando la autenticidad sobre la artificiosidad y convirtiendo la cámara en un testigo de las luchas cotidianas. Más que un estilo, fue un acto de resistencia artística y moral.
El neorrealismo floreció entre 1943 y principios de los años 50, encabezado por directores como Roberto Rossellini, Vittorio De Sica y Luchino Visconti. Rechazando los estudios de cine y los guiones pulidos del fascismo, estos cineastas salieron a las calles para capturar la Italia devastada: ciudades bombardeadas, desempleo masivo y una población sumida en la pobreza. Películas como Roma, ciudad abierta (1945) de Rossellini, filmada con escasos recursos entre la ocupación nazi y la liberación, o El ladrón de bicicletas (1948) de De Sica, que seguía a un obrero y su hijo en una búsqueda desesperada, se convirtieron en símbolos de esta estética.
Entre sus rasgos distintivos destacaron el uso de locaciones reales —fábricas, calles y viviendas destruidas sustituyeron a los decorados—, la incorporación de actores no profesionales para dotar de autenticidad a los personajes, como el obrero Lamberto Maggiorani en El ladrón de bicicletas, y una narrativa fragmentaria que evitaba los finales felices predecibles, reflejando la incertidumbre de la posguerra. Los temas sociales, como la supervivencia, la injusticia y la solidaridad, se alejaban deliberadamente de los melodramas burgueses para centrarse en las grietas de un país en reconstrucción.
El neorrealismo desafió las convenciones de Hollywood, dominadas por historias escapistas y producciones pulidas. En su lugar, propuso un cine comprometido, casi documental, que influyó en movimientos globales. La Nouvelle Vague francesa, por ejemplo, adoptó su libertad narrativa y su enfoque de bajo presupuesto, mientras que en América Latina, cineastas como el brasileño Glauber Rocha vieron en él un modelo para denunciar opresiones sociales. En India, Satyajit Ray retrató la pobreza rural en Pather Panchali (1955) con una sensibilidad cercana al espíritu neorrealista.
El teórico francés André Bazin celebró su «estética de la verdad», destacando cómo el uso de planos largos y la profundidad de campo invitaban al espectador a reflexionar, no solo a consumir imágenes. Esta aproximación no solo revolucionó la técnica, sino que redefinió el rol del cine como medio para cuestionar la realidad.
Aunque el neorrealismo como movimiento se disolvió en los años 50 —criticado por su enfoque en la miseria y desplazado por el auge económico italiano—, su esencia persiste en múltiples tradiciones cinematográficas. El cine independiente y documental, desde las obras sociales de Ken Loach (Yo, Daniel Blake) hasta el realismo íntimo de los hermanos Dardenne (Rosetta), hereda su compromiso con las historias marginales y las técnicas naturalistas.
El humanismo que caracterizó al movimiento también resuena en películas como Taxi Driver (1976) o Nomadland (2020), que exploran la soledad y la exclusión con una mirada cruda pero empática. Incluso en el Sur Global, directores como el iraní Abbas Kiarostami han adoptado su espíritu, utilizando actores no profesionales y narrativas minimalistas para retratar la vida cotidiana. En Italia, figuras como Fellini y Antonioni, aunque evolucionaron hacia un cine más poético y abstracto, partieron de las raíces neorrealistas.
El neorrealismo no fue solo un estilo: fue una ética. Al mostrar la dignidad de los olvidados, redefinió el potencial del cine como herramienta de empatía y crítica social. Su legado no reside en técnicas específicas, sino en una pregunta eterna: ¿Puede el arte transformar la realidad al reflejarla? En un mundo aún marcado por desigualdades, su respuesta —un sí lleno de urgencia— sigue resonando. Como escribió De Sica: «Queríamos devolverle al cine su alma». Y lo lograron, una película a la vez.