El Festival de Eurovisión nunca ha sido solo música. Desde sus inicios, ha servido como espejo de las tensiones políticas de cada época. Dos historias separadas por seis décadas —la de Joan Manuel Serrat en 1968 y la polémica participación israelí en 2025— demuestran que, más allá de las coreografías y los coros, el certamen es un termómetro de los conflictos del mundo.
1968: La bufanda tricolor que desafió a Franco
Joan Manuel Serrat, elegido para representar a España en Eurovisión, grabó un videoclip promocional con una bufanda de franjas roja, amarilla y azul oscuro. En color, los tonos evocaban peligrosamente la bandera republicana, pero en la España en blanco y negro de Franco, nadie lo notó. Su posterior renuncia por negarse a cantar en castellano —y no en catalán— lo convirtió en símbolo de resistencia cultural. Massiel, su reemplazo, ganó, pero también desafió al régimen: rechazó recibir en persona la condecoración de Franco.
2025: Israel y el boicot global
Casi 60 años después, Eurovisión volvió a ser arena política. La participación de Israel generó protestas masivas por la guerra en Gaza. Aunque el país logró el segundo lugar —gracias al voto profesional—, el televoto y las reacciones en redes evidenciaron una fractura: para muchos, votar en Eurovisión ya no es un acto musical, sino ético.
¿Dónde trazar la línea?
La UER (Unión Europea de Radiodifusión) excluyó a Rusia en 2022 por su invasión a Ucrania, pero mantuvo a Israel en 2025, alegando «neutralidad». La incoherencia revela un dilema irresuelto: ¿puede un concurso musical aislarse de la geopolítica? Serrat usó una bufanda como protesta silenciosa; hoy, los espectadores usan votos y hashtags.
Eurovisión sigue siendo un escenario donde la música y el poder chocan. Si en 1968 fue la dictadura española, en 2025 fue el conflicto palestino-israelí. La diferencia es que, ahora, la protesta ya no necesita esconderse en blanco y negro: es global, viral e imparable. El festival, queramos o no, es también un campo de batalla.