Jacques Derrida y Charles S. Peirce, desde tradiciones filosóficas distintas, coincidieron en algo fundamental: el significado nunca es fijo, sino que se despliega en un constante movimiento interpretativo. Mientras Derrida revolucionó el pensamiento continental con su teoría de la deconstrucción, Peirce sentó las bases del pragmatismo norteamericano con su concepto de semiosis infinita. Juntos, desafían nuestra noción tradicional del lenguaje y la verdad.
Derrida nos enseñó que los textos —filosóficos, literarios o políticos— nunca son transparentes ni unívocos. Su famosa afirmación «No hay fuera de texto» revela cómo toda realidad está mediada por sistemas de signos que se resisten a cualquier interpretación definitiva. La deconstrucción opera mostrando las contradicciones internas de los discursos, desmontando jerarquías ocultas y demostrando que el significado siempre se difiere, nunca se fija completamente. Su noción de différance (que fusiona diferencia y diferimiento) explica por qué toda pretensión de sentido pleno es ilusoria.
Peirce, por su parte, concebía el signo como un proceso en constante movimiento. Frente a la visión estructuralista que buscaba clasificar los signos en sistemas cerrados, él proponía que cada interpretación genera nuevos signos en una cadena sin fin. Aunque más anclado en la práctica concreta que Derrida, coincidía en que nunca alcanzamos un «significado último», sino que nos movemos en un universo de interpretaciones provisionales.
Las diferencias entre ambos pensadores son reveladoras. Derrida radicaliza la indeterminación hasta cuestionar cualquier referencia estable fuera del juego textual. Peirce, aunque acepta la infinitud del proceso semiótico, mantiene un pie en el mundo real a través de su pragmatismo. Pero ambos coinciden en lo esencial: el lenguaje no refleja pasivamente la realidad, sino que la construye activamente a través de redes de significación siempre cambiantes.
Hoy, estas ideas iluminan fenómenos contemporáneos como los memes digitales, donde una imagen muta en miles de sentidos distintos, o las fake news, donde vemos cómo los discursos se construyen sobre exclusiones y se reinterpretan sin cesar. Incluso la inteligencia artificial generativa, capaz de producir textos sin autor humano, parece confirmar que el sentido siempre escapa a cualquier intento de control definitivo.
Al final, tanto Derrida como Peirce nos dejan una lección similar pero con distintos matices: interpretar no es descubrir un significado oculto, sino participar en un juego infinito donde cada lectura abre nuevas posibilidades. Como escribió Derrida, leer es siempre reescribir, y en ese proceso interminable reside tanto nuestro desafío como nuestra libertad.