Era el 19 de octubre de 1987, y Buenos Aires se preparaba para un acontecimiento sin precedentes. La avenida 9 de Julio, esa amplia herida urbana que divide la ciudad, se transformaría esa noche en el escenario de un milagro musical: Zubin Mehta, el célebre director indio, al frente de la Orquesta Filarmónica de Israel, ofreciendo un concierto gratuito al aire libre**.
Zubin Mehta ya era entonces una figura global. Había dirigido las orquestas más prestigiosas del mundo, desde la Filarmónica de Viena hasta la de Nueva York. Pero Argentina, con su tradición melómana y su público ferviente, siempre ocupó un lugar especial en su corazón. Hijo de un violinista parsi, Mehta entendía el poder de la música como lenguaje universal, y esa noche lo demostraría ante una multitud que superó todas las expectativas.
Nadie imaginó que cerca de 200.000 personas se congregarían en la avenida más ancha del mundo. Desde temprano, familias, jóvenes, ancianos y curiosos ocuparon cada centímetro disponible. Algunos llevaban sillas plegables; otros, simplemente se sentaron en el asfalto. El Obelisco, testigo mudo de tantas historias, vio cómo la ciudad entera se unía en silencio expectante.
El programa incluyó piezas de Beethoven, Brahms y Chaikovski, pero el momento culminante llegó con la Sinfonía N.º 9 de Beethoven, el «Himno a la Alegría». Cuando los primeros acordes resonaron en los altavoces, algo mágico sucedió: 200.000 personas contuvieron el aliento al unísono. No hubo disturbios, ni empujones; solo música y emoción compartida.
En plena posdictadura, en un país que aún sanaba sus heridas, aquel concierto fue más que un evento cultural: fue un acto de catarsis colectiva. La música, en lugar de ser un lujo para elites, se convirtió en un derecho popular. Mehta, con su batuta carismática, logró lo que pocos artistas consiguen: hacer sentir a cada persona en la multitud que la melodía era solo para ellos.
Hoy, 37 años después, quienes estuvieron ahí aún lo recuerdan con piel de gallina. El concierto de Mehta en la 9 de Julio demostró que la música clásica puede ser tan convocante como el rock, y que una ciudad fracturada puede unirse bajo un mismo compás. Fue un regalo efímero, pero su eco perdura en la memoria colectiva.
Como dijo el propio Mehta años después: «En Argentina, el público no escucha con los oídos, sino con el alma». Y esa noche, el alma de Buenos Aires vibró al ritmo de la música.