Hay poetas que escriben con adornos y poetas que escriben con huesos. Idea Vilariño (1920-2009) pertenece a los segundos. Su obra, breve pero devastadora, es un territorio de amor, soledad y desgarro existencial. No hay metáforas rebuscadas en sus versos; hay, en cambio, palabras como puñales que cortan hasta el hueso.
Nacida en Montevideo en el seno de una familia intelectual, Vilariño fue una figura incómoda para el establishment literario. Integrante de la Generación del 45 —junto a Onetti, Benedetti y Mario Benedetti—, se negó siempre a ser encasillada. Rechazó premios, evitó los cenáculos literarios y vivió en una austeridad casi ascética. Su poesía, como su vida, fue un acto de resistencia contra la falsedad.
Su libro más célebre, Poemas de amor (1957), nació de una relación imposible con Juan Carlos Onetti, quien estaba casado. Allí, Vilariño no idealiza el amor; lo desangra en versos cortantes:
«No te quiero porque eres mío / ni porque no eres de nadie / te quiero porque te quiero».
No hay romanticismo edulcorado aquí, sino la crudeza del deseo y la pérdida. Sus poemas duelen porque son verdaderos: no hablan del amor, sino de lo que queda cuando el amor se va.
Vilariño también fue compositora. Sus letras para canciones de Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti (como «La canción y el poema») llevaron su voz a quienes quizás nunca abrieron un libro. Pero incluso en la música, su estilo siguió siendo austero, directo: palabras que pesan más que el silencio.
En una entrevista, dijo: «La poesía no sirve para nada. Pero es lo único que importa». Esta paradoja define su obra. No escribió para ser amada o comprendida; escribió porque no le quedaba otra. Sus últimos años, marcados por la ceguera y el aislamiento, no apagaron su voz: hasta el final, sus versos siguieron siendo un desafío a la muerte y al olvido.
En una época de poesía instagrameable y emociones prefabricadas, la obra de Vilariño es un antídoto contra la superficialidad. Sus poemas no se leen; se sienten como un golpe en el estómago. Nos recuerdan que la verdadera poesía no necesita adornos: solo necesita ser escrita con la propia sangre.
Como ella misma dijo: «Soy pobre. Estoy sola. Soy perfecta». Y así, en su imperfección radical, nos sigue interpelando.
Releer a Vilariño hoy es encontrarse con un espejo roto: quizás nos corte, pero al menos nos devuelve nuestra verdadera imagen.