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El silencio forzado: heridas abiertas de la Dictadura en la cultura y el periodismo argentino

Este artículo fue escrito por el equipo editorial de CORPRENS EDITO en rechazo a toda forma de censura y violencia política, y como homenaje a quienes dieron la vida defendiendo la libertad de expresión.

La última dictadura militar en Argentina (1976-1983) no solo quebró vidas y desapareció personas, sino que también intentó aniquilar las voces que construían identidad: artistas y periodistas fueron blanco de una persecución sistemática cuyo impacto aún resuena en la cultura nacional. La censura, el exilio y el terror no solo silenciaron a una generación, sino que dejaron cicatrices profundas en la manera de crear, informar y resistir.

En el ámbito cultural, la junta militar impuso un «proceso de reorganización» que, en realidad, fue un plan de vaciamiento. Libros quemados, obras prohibidas, músicos y actores perseguidos o desaparecidos —como Haroldo Conti, Rodolfo Walsh o Facundo Cabral— convirtieron al arte en un acto de resistencia clandestina. El exilio de figuras como Mercedes Sosa o Julio Cortázar desgarró el tejido cultural, mientras el miedo a expresarse generó una autocensura que, décadas después, algunos aún no logran sacudirse. El mensaje era claro: la imaginación era peligrosa.

En el periodismo, la dictadura ejecutó un control férreo mediante el cierre de medios, la intervención de redacciones y la instalación de una prensa cómplice. El asesinato de Rodolfo Walsh —cuyas Cartas abiertas desafió al régimen— simboliza la lucha entre el poder de la palabra y la barbarie del silencio. Medios como La Opinión o El Cronista fueron intervenidos, mientras se imponía un relato único basado en eufemismos («los desaparecidos») y consignas vacías. Los sobrevivientes de esa época recuerdan redacciones vigiladas, notas tachadas y el oficio convertido en un campo minado.

¿Cuál es la herencia de este terror? Por un lado, una cultura y un periodismo que, tras la democracia, emergieron con un compromiso renovado por la memoria y los derechos humanos. Revistas como Humor, bajo la dirección de Andrés Cascioli, o el teatro de Teatro Abierto, demostraron que el arte podía ser trinchera. Por otro, quedó la sombra de la desconfianza: generaciones de artistas y comunicadores heredaron el trauma de quienes tuvieron que callar, y aunque hoy Argentina es ejemplo de lucha contra la impunidad, persisten grietas.

La dictadura no solo robó voces; quiso robarle al país su capacidad de contarse a sí mismo. Pero en esa fractura, también nació una ética de resistencia. Cada artículo que denuncia, cada canción que evoca memoria, es un acto de justicia contra el silencio. La cultura y el periodismo argentino llevan las marcas de aquella persecución, pero también la dignidad de quienes, aun en la oscuridad, siguieron creyendo en la palabra libre.

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